PENUMBRIA 50

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50 Diciembre, 2019


Índice Torre de Johan Rudisbroeck

Las prioridades de Constanza en días

Tienda de antigüedades del perverso

apocalípticos

Mefisto

Profecía

Ceniza

Lo que hay frente a mí

Gorgona, La Gran Roja

Los confines del mundo

El ermitaño

Herbert Wells, el eterno soñador

Grietas

La vida es algo más que sobrevivir

El fin

La fiesta del fin del mundo

Partículas estelares

La última eclosión

Me cago en la luna

Nuragas

Variaciones de un paisaje en llamas

Estrellas alineadas

Leonardo y Marilyn

Autómatas

El último día Vejamen Olas de mar


Torre de Johan Rudisbroeck Edna Montes CONSIDERACIONES SOBRE EL INMINENTE FINAL Que todo lo que vive debe morir es, quizás, una de las primeras conclusiones a las que llegó el Homo sapiens en su calidad de humano pensante. El fin del mundo es uno de nuestros mitos más antiguos y queridos. Los sumerios creían que otro planeta, el hogar de los Anunnaki, chocaría con la Tierra para destruirla. Los vikingos esperaban el Ragnarok. Los aztecas predijeron el final del Quinto Sol que se apagaría para que un gran terremoto terminara con la humanidad. En la concepción cristiana del mundo, San Juan profetizó la venida de los cuatro Jinetes del Apocalipsis, catástrofes naturales e incluso la presencia de dragones. Aunque la mayoría de las viejas religiones fueron perdiendo a sus fieles, aún comparten algo con las doctrinas vigentes: la importancia de la fe. El final no se trata sobre las miles de bajas que causará sino de lo que uno debe hacer para estar entre los sobrevivientes. Porque, sin importar lo mal que se pongan las cosas, las personas confiamos en nuestra resiliencia, conservamos la esperanza de trascender incluso al fin del mundo. Las historias post-apocalípticas apuestan que la continuidad es posible, son un gran ejemplo de la capacidad humana para imaginar cada futuro posible. Como el protagonista de El último hombre de Mary Shelley, somos potenciales víctimas del cambio terrible que prometen los temores apocalípticos. Mientras nuestros ancestros temían a las divinidades y la furia de la naturaleza, nosotros hemos creado nuevas maneras de acabar con el mundo. Aunque en los viejos apocalipsis nuestra fe nos salvaba, para la humanidad moderna esa división se ha perdido. Conforme el mundo se vuelve más caótico e incomprensible, nuestras visiones del fin del mundo le siguen el paso. Después de dos guerras mundiales, del conocimiento que tenemos de los estragos nucleares y la cada vez más urgente


amenaza del calentamiento global, las divinidades perdieron su vieja potestad sobre nuestro fin. Desde hace unas décadas le arrebatamos el poder de acabar con todo a los Dioses sólo para ponerlo en nuestras propias manos. Creado en 1947, el Reloj del Apocalipsis o Doomsday Clock, representado de forma simbólica por el Bulletin of the Atomic Scientists de la universidad de Chicago, le da una imagen a nuestra cercanía con el fin del mundo. Fue hecho contemplando la amenaza de una guerra nuclear global, peligro que se volvió dolorosamente vigente tras las explosiones en Hiroshima y Nagasaki. Actualmente, el criterio de peligro incluye el calentamiento global, el ascenso de la extrema derecha en el mundo y los desarrollos tecnológicos que puedan significar una amenaza para la supervivencia de la humanidad. En todo caso, la medianoche representa nuestra «destrucción total y catastrófica». En 2019 vivimos a dos minutos de la media noche algo que no ocurría desde 1953 cuando el temor de una guerra nuclear estaba en su punto más alto. No es de extrañar que los creadores le den vueltas a la idea del fin del mundo, después de todo el binomio creación-destrucción se trata de una dupla inseparable. Algunos incluso han ensayado a provocarlo a través del arte, como el compositor ruso Aleksandr Scriabin o el escritor y guionista de comics británico Alan Moore. Casi 100 años después de la publicación de El último hombre seguimos ensayando diferentes formas de acabar con el mundo y sobrevivir. El mejor escenario que podemos desear es uno donde nuestras peores adivinanzas se queden en el terreno de la imaginación; aquel donde las narraciones del Fin de Mundo pertenecen a la sección de ficción y no a la de historia. Quizás escribimos para sacar nuestros miedos, exponerlos a la luz, arrebatándoles el poder que tienen sobre nosotros. Tal vez se trata de recordarnos que la esperanza es posible siempre, en especial en las condiciones críticas. En todo caso, si es la capacidad de imaginar y de comprender que existe un futuro lleno de posibilidades lo que nos hace humanos, aferrarnos a ello es la mejor forma de honrar nuestra naturaleza. Bienvenidos a los finales que los autores de la antología número 50 de Penumbria imaginan para este, nuestro mundo.


Tienda de antigĂźedades del perverso Mefisto


Ceniza Plácido Romero España

Obedecía sólo a una ley, que era la del más fuerte. Mary Shelley

La mujer se asoma a la puerta para contemplar un nuevo amanecer de ceniza. Se ha cubierto totalmente la piel con tiras de tela, unas gafas de buceador le protegen los ojos y un trapo empapado en agua le cubre la boca. El sol es un disco apagado que apenas se vislumbra entre la nube de ceniza que cubre el cielo. Hace semanas que no abandona la casa y meses que no ve a nadie, excepto cadáveres que están cubiertos por la misma ceniza que los mató. La mujer entra en casa y termina de prepararse. Se calza sus mejores zapatos, que le están un poco grandes: eran del viejo. Cuando se quita el pañuelo para volver a empaparlo en agua, sufre un ataque de tos. Escupe sangre. Casi tan importante como conseguir alimento es encontrar una nueva mascarilla. La suya está rota. Antes de abandonar la casa, la mujer oculta los pocos alimentos que le quedan en un agujero en el suelo, que cubre con ceniza. Después de cerrar la puerta, se agacha para coger un puñado de ceniza y la echa en el picaporte. Si alguien pasa por allí, pensará que la casa lleva mucho tiempo abandonada, como todas en la urbanización. La mujer pasa por delante del cadáver del viejo, sobre el que ya se han acumulado varios centímetros de ceniza. La ciudad comienza a cinco kilómetros de la estación. La mujer calcula que tardará tres horas llegar allí. El camino es empinado. Tal vez duerma en


una casa abandonada y regrese a la estación mañana. En la ciudad todavía hay supervivientes, aunque, confía, cada vez menos. Algunos se encerraron en sus casas cuando comenzó todo y allí perecieron, mientras esperaban vanamente que desapareciera la nube de ceniza. Otros supervivientes se organizaron en bandas que se acabaron disputando la poca comida y el agua que había. Quizás ya hayan muerto todos. Los campos se han secado y los árboles han perdido las hojas. De vez en cuando se ven animales caídos. Durante un tiempo la mujer trató de alimentarse de los cadáveres de animales, aunque encontraba el sabor repugnante. Entonces conoció al viejo revisor, que le aconsejó que no lo hiciera. Siente frío, a pesar de que están en agosto. La mujer va marcando sus pasos en la ceniza. El viejo le dijo que la nube acabaría desapareciendo y que todo, poco a poco, volvería a la normalidad. Pero no ocurrió nada de eso. Un día comprendió que no lograría sobrevivir si el viejo seguía comiendo los pocos alimentos que les quedaban. Le encerró en una habitación. Poco antes de morir, el viejo comenzó a delirar: creía oír llover. La mujer pasa el guante por el cristal de las gafas. Hay que limpiarlas cada poco. Ve un coche junto al arcén. Al parecer han intentado ponerlo en marcha lanzándolo cuesta abajo. Sin éxito, claro. La ceniza también ha acabado con todos los vehículos. Cuando llega a la altura de la fábrica de gres, decide tomarse un descanso. Se sienta y, teniendo cuidado de dar la espalda al viento, se quita el pañuelo que le cubre la cara para beber un sorbo de agua. Quizás un poco más adelante se eche un caramelo a la boca. En el bar de la estación encontró una caja llena, todo un tesoro. Todavía le quedan más de trescientos. La fábrica de gres está cerrada. La mujer se pregunta si los desvalijadores la habrán saqueado. Quizás haya algo interesante dentro. Durante un instante le da vueltas a la cabeza. Finalmente, la mujer decide seguir con su plan original de ir a la ciudad; no sospecha que acaba de firmar su condena. Reanuda la marcha cuando el pálido sol está en lo alto del cielo.


La mujer hace meses que ha desechado los supermercados. Es lo primero que fue saqueado. En las afueras de la ciudad, al norte, hay grandes almacenes de alimentos, pero sospecha que ya han sido totalmente desvalijados. De todos modos, la mayor parte de la comida se habrá echado a perder: la red eléctrica sólo sobrevivió unas horas a la catástrofe. La mujer ha decidido buscar en los bloques de pisos del barrio sur. Con un poco de suerte se hará con un botín de varias decenas de latas. Las bandas, si todavía queda alguna, estarán en el norte. En cualquier caso, la mujer saca el cuchillo y lo deja preparado: algunos de los supervivientes son muy violentos. En las calles hay vehículos mal aparcados, todos cubiertos por una capa de ceniza. Al principio se retiraban los cadáveres, se enterraban en grandes fosos. Luego los dejaban allí donde morían. Durante un tiempo los animales devoraban la carne muerta, hasta que también empezaron a morir. Según el viejo, la ceniza se mete en los tejidos y acaba consumiéndolo todo: quien come carne contaminada por la ceniza enferma y muere en poco tiempo. Pasa por delante del asilo. Lo recorrió unos meses atrás con el viejo. Encontraron medicinas y agua, pero les fue imposible abrir la cámara frigorífica. El viejo le propuso hacer un boquete en la pared, pero ella, que tendría que haber hecho todo el trabajo, adujo que probablemente los alimentos se habrían echado a perder. Ahora tiene una fugaz visión de cajas de frutas y verduras, de carne fresca y pescado. Tal vez la próxima vez siga la idea del viejo. Un ruido le pone alerta. Ve un coche con la puerta abierta y rápidamente se mete en él. Afortunadamente, no hay dentro ningún cadáver. La mujer trata de contener la respiración. Oye unos pasos y un chirrido. Alguien empuja un carro metálico. La mujer siente los latidos de su corazón. Tiene ganas de toser. El chirrido se detiene. Dos personas hablan. Han debido ver las huellas en la ceniza. La mujer aferra el cuchillo. Los pasos se acercan.


Gorgona, La Gran Roja Mary Sánchez López México

Llegará y todo se teñirá de rojo, su sangre y la de ustedes las liberarán. Rin, La Gran Roja

Después del Gran Colapso, el mundo volvió a reorganizarse. Entre los grupos de personas que surgieron, se encontraban las Russus, mujeres que decidieron vivir sin hombres. A lo largo de cincuenta años, sufrieron ataques por parte del grupo más cercano, los Poseins. Ellos las desplazaron de Renain, su lugar de origen. Si ellas eran capturadas, las violaban, torturaban; las recluían en los días de sangrado sin comer, beber, ni dormir; las asesinaban o las usaban para embarazarlas constantemente en busca de tener más hombres. Las mujeres que nacían en su sociedad inmediatamente eran consideradas esclavas. Las ancianas sabias, las Asirs, rezaban cada día para que la mítica Gran Roja volviera a reencarnar y las ayudara a librarse del asedio de los Poseins. Un día, la marca de nacimiento se hizo presente. En la mitad de la cara de una bebé apareció una mancha de tono rojizo; esta era la señal, ella era la elegida. La Gran Roja había regresado, su reencarnación fue celebrada con un ritual. Primero se colocaron fogatas que rodearon el campamento; después el Templo de Rin, la primera Gran Roja, fue rodeado de flores, frutas, incienso y música. Las ancianas Asirs iniciaron el ritual de La Gran Roja. La colocaron en la pileta que estaba dentro del templo y la bañaron con sangre menstrual recolectada de cada una de las Russus. Después fue ataviada con un vestido teñido con grana cochinilla y una diadema de cuarzo rojo. Las madres de la Gran Roja, Ix y Flora, le pusieron el nombre de Gorgona. Las mujeres, de rodillas, viendo a su nueva líder estaban listas para los enfrentamientos


venideros. Sabían que los Poseins, al enterarse de la reencarnación de La Gran Roja, irían a buscarla. El grupo principal de guerreras se alistó por si se iniciaba un enfrentamiento. Las demás siguieron el festejo hasta el amanecer; las fogatas se apagaron, la ceniza y el humo se hicieron presentes. Se escuchó un grito. —¡Gorgona! —¡Gorgona, he venido por ti! —Es Inax —dijo Ix, mientras amamantaba a Gorgona. Entregó a la bebé a las Asirs, tomó sus armas y salió de la tienda. Flora se quedarían a defenderla. Ix, recién parida, organizó a su ejército; las barricadas de adobe no los detendrían, sabían que el ataque sería rápido. Los Poseins eran guerrilleros, estaban acostumbrados a ataques certeros y continuos. Ellas lo sabían y estaban preparadas. Flechas con lumbre caían del cielo. Las Russus bañaron todo el campamento con la sangre en la que habían sumergido a Gorgona para protegerse.Al mando de Ix, contratacaron con catapultas, flechas y lanzas. Las bajas se hicieron presentes, pero no del lado de ellas. Al ver que no podrían llevarse a Gorgona, los Poseins se retiraron; nadie sabría cuándo volverían, sólo que tenían que estar preparadas. A lo largo de doce años las luchas sucedieron. Gorgona fue educada en la filosofía y el respeto por la Madre Tierra. Sus madres le enseñaron todo lo que sabían sobre la guerra. A los doce años, Gorgona tuvo su Primer Día Rojo. Su sangre fue disuelta con agua del río y flores sagradas. Las Russus pintaron sus rostros con ella en señal de hermandad. Las Asirs la vistieron con una túnica de color carmín, la misma que todas las Russus usaban; sobre ésta le colocaron una armadura y se le entregó un escudo y una lanza. Según las ancianas, después de este día varios poderes se harían presentes. Los Poseins gritaban desde los alrededores: —¡Monstruos impuros!


—¡Por su culpa no ha habido cosechas! ¡Deben ser purificadas! —¡Gorgona debe morir! Las Russus se alistaron para la batalla. Gorgona por primera vez las lideraría. Tras días de lucha y tras ver las docenas de heridas en batalla, las ancianas probaron algunos de los poderes que según los mitos Gorgona tendría. Usaron su sangre para curar a las heridas. Las Russus no se sorprendieron, no esperaban menos de la heredera del poder de la Gran Roja. Algunos grupos de mujeres que no eran parte de las Russus, al saber del poder de Gorgona, se unieron al grupo. Estaban hartas de ver cómo las suyas eran usadas y desechadas. Gorgona, a sus doce años, lideró un ejército de más de mil mujeres. Las batallas no serían fáciles, pero ellas preferían ser guerreras a mujeres sin libertad.

El ermitaño José Rodolfo Espinosa México Abrazó la primera edición de El viejo y el mar, acarició la portada en tapa dura con letras grabadas, subió los escalones y la colocó en el estante que tenía dedicado a grandes clásicos de la literatura. Bajó los escalones. Caminó hasta el escritorio. Tomó asiento. Abrió su libreta de reseñas y escribió: “El regreso de los dioses es un fanfic que fracasa al intentar mezclar las diferentes mitologías del mundo. El lenguaje es pobre, como si de un niño de ocho años se tratase. El autor debió dedicarse a otra cosa”. Nadie leería su opinión. El autor, como el resto de las personas en el mundo, llevaba más de diez semanas desaparecido. Escribía las reseñas por gusto, para sí. En tiempos pasados la gente se molestaba con sus críticas. Nunca tuvo una columna


en el periódico, pero desde que comenzara el siglo veintiuno dejó de importarle, una nueva puerta se abriría para él. Pensaba que si se había tomado la molestia de comprar y leer un libro, tenía el derecho a decir lo que le placiera de él. Motivado por su amor a la lectura, estudió la carrera en Letras. Después de graduarse, y tras cinco años de búsqueda, consiguió el puesto de encargado de la biblioteca municipal. La gente no le gustaba. Hubo un tiempo en que tenía amigos. Fue aquel verano de 1958 cuando al grupo de doceañeros se le ocurrió ir a la casa de la vieja Strega, una mujer blanca y huesuda que leía las cartas del tarot. Era cumpleaños de Letizia y Rigo fue porque ella quería. Hernando fue por Rigo, a quien nunca le confesó sus sentimientos. Luis y Gabriel no tenían otra razón que la amistad. Strega barajeaba las cartas color cobre. Colocó el mazo entero sobre su palma y les pidió que tocaran la primera carta. Todos lo hicieron y, según ella, a todos les tocó una carta diferente. Le dio a Luis una carta de un esqueleto con una guadaña, a Gabriel una carta con un hombre vestido de forma chistosa en la que se leía “El mago”. La de Rigo era una rueda con un mono, un perro y un conejo dando vueltas en ella. La de Lety era una mujer con corona, sentada en un trono. Por último, la de Hernando representaba a un anciano encorvado que sostenía un bastón en una mano y una linterna en la otra. —En verdad me parezco al hombre de la carta. La mañana después del cumpleaños de Lety su madre se acercó a darle la mala noticia. Luis había muerto. Tuvo la mala fortuna de tomar un cable pelado con la mano. A sus doce años, y con la introspección limitada por la edad, pudo hacer la conexión con las cartas del tarot. Dos meses después Gabriel desapareció. En el vecindario corrían todo tipo de rumores: que su padre lo había asesinado y escondió el cuerpo, que fue secuestrado por una secta satánica… La que Hernando más disfrutaba era la versión en la que había huido con el circo. Pero ninguna de las teorías se pudo comprobar, era como si se lo hubiese tragado la tierra. —Quizás él fue el primero. Ahora sólo quedo yo. El recuerdo de Rigo lo atormentaría más de la mitad de su vida. Lloró cuando se fue a


Texas. Lloró cuando se casó con Juana Torres. Y volvió a llorar cuando Rigo murió en 2005. Esa mañana se vistió para ir a su funeral, pero no tuvo el valor de salir de casa. —Me quedé escuchando su música. Siempre fue tan exitoso. Su carta era la rueda de la fortuna. Desde ese momento supo que sólo faltaban dos. Pero aún no podía imaginar cómo se cumplirían sus destinos. La emperatriz y el ermitaño. Asistió a la boda de su amiga en el 98. Para entonces Hernando ya sabía que se cambiaba la edad. Tenían 52 años, él empezaba a lucir como un anciano y ella se veía como una universitaria. Ese día, al leer las edades de los contrayentes, el juez mencionó que ella sólo tenía veintiséis. —Siempre pensé que esa noche había vuelto con Strega y habían hecho otro tipo de trato. El caso es que su matrimonio no duró mucho. Dos años después estaría saliendo con el heredero a la corona de España. Vaya que fue un revuelo. Estaba en todos los medios la historia de la mexicana que sería princesa. Una mañana de 2014 la coronaron. —Entonces supe que era mi turno. La biblioteca contaba con una bóveda donde se guardaban los ejemplares más antiguos y valiosos. El papel de aquellos libros era tan frágil que se desmoronaba al contacto de los dedos. Hernando se encargaba de darles mantenimiento una vez cada diez días. Estaba absorto en su labor. Nunca supo si estuvo abajo por tres o cuatro horas. Cuando se dio cuenta que el reloj se había detenido revisó su celular. No funcionaba. Ningún aparato electrónico lo hacía. La biblioteca estaba desierta, pero esa no era una novedad. Fue hasta la noche, que debía irse a su casa, cuando se dio cuenta que no había nadie. Se abrió paso entre el mar de autos abandonados en la más completa oscuridad. Comenzó a escuchar ladridos. Los perros, los gatos, las aves, todos los seres vivos permanecieron. Sólo los humanos se habían ido. Como pudo regresó a la biblioteca. Pasó su primera noche en completa oscuridad. Sería la única. Al día siguiente se dedicó a ir por comida, agua, velas y demás a los centros comerciales. La biblioteca sería su centro de operaciones.


Colocó tres pizarrones blancos donde anotaba las obras leídas y por leer. Palomeó El regreso de los dioses y fue por el siguiente libro de la lista. El Ulises de James Joyce. Pesaba bastante. La cubierta mostraba la silueta de un hombre con sombrero. Suspiró. Dedicaría el resto de su vida a leer, sin ser molestado. Sin trabajar. Sin el bullicio.

Grietas Yuliana Cruz Puerto Rico Han pasado dos horas desde que se ocultó el sol y ya comienzo a ponerme nerviosa. Todos los días seguimos la misma rutina: dormimos en el día y nos movemos en la noche. Comenzamos reconociendo nuestro entorno, detectando si hay peligro y, de ser seguro, buscamos alimento y agua. Cuando se acaban los recursos en un lugar, nos movemos a otro nuevo. Cada día es más difícil encontrar alimentos, porque otros como nosotros ya han estado en los lugares antes, ya lo han devorado todo. Hoy no hemos podido salir y ya se comienzan a escuchar los ruidos de otros sobrevivientes que se acercan, que pretenden luchar por lo que queda, que buscan el próximo recurso abandonado. Poco pueden saber que en este lugar queda nada; solamente una humedad vacía nos envuelve. Somos tres los que estamos en esta habitación, en la estructura donde hemos permanecido durante los últimos ocho días: Beto, Lisa y yo. El hambre es algo tolerable, pero la sed ya se está convirtiendo en insoportable. Tenemos que movernos para encontrar algún charco, alguna gota para beber. Beto insiste en esperar un poco más, dice que Lisa no puede irse así, que tiene mucho dolor y su fiebre es aún muy alta. La verdad es que ayer la desesperación nos obligó a salir de nuestro escondite cuando la luz todavía iluminaba el lugar y, mientras huíamos asustados por un sonido desconocido y repentino, Lisa perdió dos extremidades. Ocurrió todo tan rápido que no nos dimos cuenta hasta que salimos de entre las grietas. Desde ese momento estamos estacionarios, Beto esperando que Lisa mejore y yo esperando


que expire. Hoy somos tres y, probablemente, mañana seremos dos. Obviamente eso es algo que me toca callar para no empeorar la situación. La verdad es que no sé si en algún momento seremos ninguno. La escasez ha comenzado a hacer mella luego de casi un año de la hecatombe nuclear. No tengo más opción que quedarme; estamos más seguros en grupo. Lisa delira. Habla de moverse entre las paredes de un viejo almacén y de escapar escurriéndose entre las rejillas de una alcantarilla. No sabe dónde está ni con quiénes. Beto llora desesperado. Experimento la culpa por sentir absolutamente nada por la condición de nuestra compañera, es como si se me hubiese entumecido el alma. Sólo pienso en sobrevivir otra noche y esta espera lo único que hace es alejar aceleradamente esa posibilidad. Entre los extraños chillidos que se escapaban de los cuerpos de mis compañeros, uno por dolor y el otro por desdicha, escucho un sonido que empieza lento y luego acelera. Me pongo en alerta. Comienzo a avanzar, primero cautelosa y luego desesperadamente. Escucho a Beto que me llama, pero mi cuerpo continúa moviéndose y simplemente lo ignoro. Algo en el fondo de mí ha identificado el sonido, sabe que es algo bueno. No siento miedo, sólo una emoción histérica de alegría. Salgo de la habitación y me muevo por un pasillo gigantesco, dejándome llevar por el instinto. El sonido es cada vez más claro y yo estoy cada vez más segura: está lloviendo. La lluvia es agua y el agua es lo único que necesito para sentirme más fuerte, para sobrevivir al menos tres días más. Tras llegar al final del pasillo, vi en el centro del salón lo que tanto había deseado. El viejo edificio, después de las explosiones y de estar tantos meses abandonado, había comenzado a colapsar de a poco. El techo tenía una grieta alargada que cruzaba desde una pared a otra y, a través de la misma, se había comenzado a colar el agua. Me acerqué delirante como quien encuentra un tesoro y, cuando alcancé el charco de agua, bebí. Sentí en ese momento que no necesitaba nada más, que todo estaría bien, que saldríamos de esta. Sentí que Lisa iba a superar la fiebre y que se iba a acostumbrar a vivir con dos patas menos; de todas maneras, le quedaban cuatro. En ese momento supe que jamás llegaríamos a ser ninguno, que poblaríamos la Tierra. Seguramente, en pocos días los


huevos que Lisa y yo dejamos en la madera vieja que encontramos de camino a este lugar estallarían dejando salir a nuestros hijos. Y otros huevos, en miles de lugares, también estallarían. Al fin, el planeta será solamente nuestro. Me quedé mirando mi reflejo en el líquido mientras meditaba. Pasaron horas sin darme cuenta. Observé la belleza de mis antenas y las moví en pequeños círculos como acariciando el aire. Al final, los sucios humanos tenían razón cuando decían que solamente las cucarachas serían capaces de sobrevivir a un desastre nuclear. No eran tan tontos. De pronto, escuché pasos a mis espaldas y vi a mis compañeros. Lisa llevaba un movimiento arrastrado, pero se veía mejor y resignada a su nueva condición. Supongo que tendremos que movernos más lento. Bebieron y se ganaron fuerzas. Esta noche partiremos entre las grietas buscando encontrar una mancha de grasa con la cual, al fin, podremos volver a alimentarnos.

El fin Pok Manero México

Dedicado a Silvia, que es mi mundo, y espero no se acabe.

Cuando desperté y noté que su estado de ánimo había cambiado, el cielo se llenó de las nubes más negras que jamás había visto. Le pregunté por qué estaba tan seria y respondió que no era nada; al instante un trueno ensordecedor retumbó y los cielos se llenaron con el deslumbrante resplandor de un intenso relámpago. El diluvio comenzó. Varias horas habían pasado y el aguacero no daba el menor indicio de terminar pronto. Finalmente empezamos a hablar y me dijo lo que le molestaba: una estupidez de mi parte, un malentendido garrafal, una desilusión asesina. En cuanto se hizo el silencio, mientras ella me contemplaba con la ira contenida en su mirada, empezó a temblar.


El sismo aumentó de intensidad rápidamente, tirando los cuadros y los adornos de los libreros. Como pudimos, metimos a los gatos en las transportadoras y salimos corriendo a la calle mientras las paredes se agrietaban y las ventanas estallaban. Sus palabras resonaban en mi mente, causando en mí un dolor que parecía verse reflejado en la caída de los edificios a nuestro alrededor. Una nube de polvo nos envolvió, oscureciendo el panorama a la vez que yo ya no podía ver un futuro junto a ella. El movimiento telúrico fue breve, pero devastador. En medio de las ruinas, muchas personas lloraban de angustia y desesperanza mientras los rescatistas hacían lo posible por salvar vidas entre la lluvia y los escombros; los mismos sentimientos me embargaban, pero nadie podía rescatarme. Una vez que las cosas retomaron un semblante de calma —en la medida de lo posible, pues la tormenta no cedía—, me dijo que no sabía si quería seguir conmigo. La raíz de su enojo fue sólo el detonador de algo que venía gestándose desde meses atrás; expectativas insatisfechas y dudas sobre el porvenir. Un nuevo estrépito nos conmovió, pero esta vez no fue un terremoto sino el nacimiento de un volcán, en el centro de la ciudad, que arrojaba lava y humo como un dios furioso que llevara siglos cautivo y por fin desataba su furia. Del mismo modo, mi negligencia criminal ocasionó que las cosas hicieran erupción ahora, aniquilando las cosas buenas del pasado como la lava, que devoraba a personas, plantas y edificios por igual. Después me enteré de que las costas fueron anegadas por olas gigantes, como si el llanto de los ángeles hubiera hecho que los mares se desbordaran; que arcanas criaturas marinas salieron de las profundidades y atacaron a los sobrevivientes, cual espíritus vengativos que erradicaban toda esperanza de salir adelante; y que eventos similares sucedían en todas partes del mundo, como si el fin estuviera cerca. Al día siguiente, bajo el constante manto de la precipitación, pudimos abrirnos paso entre el cascajo para recuperar nuestros bienes. Hice mis maletas, pues ya no tenía un hogar, tanto literal como figurativamente. Mientras empacaba lo esencial, una serie de explosiones nucleares acabaron con Estados Unidos y Corea del Norte. Era sólo cuestión


de días para que la radiación afectara a todos los países vecinos y los contaminados empezaran a sufrir muertes insoportablemente dolorosas. Ella se quedó con los gatos y se fue a un refugio subterráneo donde las posibilidades de sobrevivir a los desastres naturales eran al menos un poco mayores. Ahora estaba claro que no había lugar para mí a su lado. Yo tenía que seguir mi camino en otra dirección. O tal vez sin dirección alguna. La constante lluvia ya ha crecido hasta varios metros de profundidad, los sobrevivientes se guarecen como pueden en los tejados de antiguos centros comerciales y se desplazan usando anuncios espectaculares y otros objetos flotantes como embarcaciones improvisadas, buscando a sus seres queridos, esperando encontrarlos con vida. Hay miseria y desolación por doquier. Quienes no mueren de hambre o de neumonía, son atacados por monstruos subacuáticos o por demonios voladores, que recientemente llenaron los cielos en medio del temporal, surcando las alturas con alas de cuero y picos afilados.

A mí me persiguen mis propios monstruos y demonios: la culpa y el arrepentimiento.

Mi mayor error fue haber olvidado cómo sentir, haberme acostumbrado a su compañía, haber dejado de ver la gran fortuna que era el tenerla a mi lado cada día. Si tan sólo me hubiera esforzado más, si no hubiera dado por hecho que ella permanecería conmigo… Pero dejé que la vida y la monotonía me transformaran en una criatura indigna de su amor, un ser que tiene más en común con los entes abisales y los esperpentos infernales que con el ser humano que alguna vez fui. Aún así, cualquier castigo que pudiera recibir de dichas aberraciones sería casi una clemencia comparado con lo que merezco. Algunos expertos aseguran que el planeta está próximo a estallar. Nadie sabe la causa y, con el poco tiempo que nos queda, es irrelevante. Me gustaría tener un pequeño cohete espacial para salvar a nuestros gatitos y mandarlos a otro planeta, donde tal vez un sol de otro color les otorgue superpoderes y se conviertan en los más grandes héroes de su nuevo hogar. Pero no tengo el cohete, ni a los gatos, ni a ella. Sólo me queda cubrirme de la lluvia y unirme al grupo de desamparados que buscan calentarse alrededor de la hoguera hecha con sus últimos objetos personales.


Veo por última vez la foto que nos tomamos hace algunos años, al principio de nuestra relación. En ella estoy feliz y ella se ve muy enamorada. Con una punzada en mi corazón recuerdo nuestra vida juntos, me despido de ella y arrojo el papel al fuego, mientras espero pacientemente a que llegue el final.

Partículas estelares Patricia Richmond España No somos más que diminutos granos de materia en movimiento, en tránsito hacia una posición concreta de un universo por el que vagamos para salir de la incertidumbre. Yo sólo había vivido una muerte cercana, la de mi abuela, que no llegó a dejarnos. Se quedó en casa, en su dormitorio, del que únicamente salía para ver en la televisión la novela que no se perdía desde hacía más de una década. La tarde de su funeral, al regresar del cementerio, no me sorprendió encontrarla sentada en su mecedora frente al televisor encendido. Mi madre se enfadó porque el entierro había costado un dineral y lo menos que podía hacer una difunta decente era ser agradecida y ocupar el espacio asignado, liberando, de paso, el dormitorio que ella ya había proyectado convertir en cuarto de costura. Pero no, la abuela prefirió quedarse en casa, callada como había sido siempre, y nosotros seguimos con nuestra vida, como si nada hubiera cambiado, pues, en realidad, la yaya había estado siempre más muerta que viva. Este suceso, tan extraordinario y a la vez tan comprensible para mi mente infantil, me hizo entender que existe mucho más que una débil frontera entre lo visible y lo invisible, entre la razón y la irrealidad de la existencia. La tarde que se desató el apocalipsis yo llevaba mucho tiempo preparada para afrontarlo, aunque entonces no lo supiera. Me pilló en casa, sola con la abuela. De repente, el piso tembló, se hundió en el abismo abierto en las entrañas del bloque de apartamentos y el mundo se paró.


La mesa del comedor, bajo la que nos refugiamos al comenzar el cataclismo, nos salvó. Cuando cesaron las sacudidas, aparté con dificultad los escombros que nos rodeaban y ayudé a la abuela a levantarse. La oscuridad era total y el polvo suspendido apenas me permitía respirar. Palpando grietas entre los muros derruidos, conseguimos ir abriéndonos paso a través de los restos de la casa. El ascenso fue muy penoso, sobre todo para ella, una persona muerta que llevaba años sin hacer ejercicio, pero, al fin, conseguimos arrastrarnos hasta el exterior. No quedaba nada en pie. A nuestro alrededor todo era ruina y desolación. Grité, pero nadie contestó a mi llamada; escuché, aunque el silencio hería mis oídos como un puñal; lloré y sólo obtuve el consuelo de una mano helada que estrechó la mía entre sus huesos. Teníamos que descubrir dónde se estaban reuniendo los supervivientes y comenzamos a caminar sin rumbo sobre los escombros. Era imposible reconocer las calles, pues toda la ciudad era un inmenso campo de cascotes y amasijos de hierros retorcidos. Tampoco quedaban plantas de ningún tipo. Calculé que una gran extensión limpia que atravesamos había sido el parque, aunque no quedaba ni una brizna de hierba sobre la tierra resecada. ¿Qué había sido de los jardines, de los castaños centenarios, de la hiedra que trepaba por las paredes del quiosco en el que solía comprar limonadas? Tampoco se escuchaba el trino de los pájaros ni corrían los insectos bajo nuestros pies ni el agua manaba en la fuente de Neptuno, ahora derruida. La garganta me ardía y rebusqué entre las ruinas del quiosco. Encontré algunas latas intactas de gaseosa. Me bebí tres seguidas y guardé las que quedaban en un hatillo que improvisé con los restos de un mantel. Seguimos la marcha sin encontrar a nadie. Toda la vida animal o vegetal parecía haber sido barrida de la Tierra. La noche nos sorprendió en las afueras de la ciudad, en la que había sido una zona residencial plagada de viviendas unifamiliares, entre cuyos restos sólo encontramos el desdén de la aniquilación. Una idea espeluznante comenzó a estremecerme: ¿seríamos las únicas supervivientes? Era gracioso pensar que una niña y el fantasma de una muerta fueran las últimas habitantes del planeta, pero impuse cordura a mis desvaríos y seguimos caminando para alejarnos de


la destrucción. Cuando el cansancio me impidió continuar avanzando, paramos junto a unas ruinas, a varios kilómetros de la ciudad. La abuela encontró unas latas de sardinas y me obligó a comerlas, pero no pude tragar nada. Me encontraba mal, extenuada, y me mareaba el entorno, que giraba sin parar dentro de mi cabeza, como si intentara elevarme. Conseguí dormir un rato y, al despertar, me sobrecogió el hermoso espectáculo que danzaba a nuestro alrededor. Miles de luciérnagas surcaban el firmamento y ascendían hasta un mismo punto del cielo. A su paso, dejaban estelas luminosas que se cruzaban, giraban y formaban figuras que bailaban al mismo ritmo, como si siguieran los acordes de una melodía ejecutada sólo para ellas. Me dolían mucho la cabeza y la espalda. Noté que el pelo se me estaba cayendo y reposé la cabeza sobre las piernas de la yaya, que descansaba callada, como siempre, junto a mí. Sus caricias huesudas me infundieron paz y volví a dormirme. Desperté por la mañana, helada a causa de una niebla fría y densa que nos envolvía. Comprobé que había perdido todo el pelo y observé mi piel, que ya no tenía color. Estaba completamente lívida, igual que la abuela. La espalda me dolía mucho y, aunque casi no podía andar, proseguimos la marcha hacia no sabíamos dónde. Al atardecer llegamos a lo que dedujimos había sido un pueblo muy pequeño. En un extremo de la montaña de escombros se distinguían algunas cruces de hierro y estatuas de ángeles. Era el cementerio. La niebla se fue disipando y un cielo negro, plagado de puntos luminosos, apareció sobre nosotras. La abuela me besó en la frente y se internó por un hueco abierto entre las piedras de una tumba. Yo extendí las alas que acababan de brotarme en la espalda y ascendí, liviana, iluminando la penumbra, como las luciérnagas que acudían desde todos los ángulos que podía abarcar mi vista, hacia el silencio que nos llamaba. Allí es donde habito ahora, un lugar hecho de partículas y antipartículas, luz y oscuridad, certeza e irrealidad, memoria y olvido. Soy una estrella.


Me cago en la luna Mauricio Jofré Chile La luna se ve enorme en el cielo. Creo que nunca antes la había visto así, de ese tamaño, así de impresionante. Estoy sentando en la azotea de mi edificio, mirando hacia el este. Quería tener una vista al mar, pero olvidé que los demás edificios de mierda me lo iban a impedir. El escalofrío ardiente del alcohol quema por mi esófago como si fuera lava, llega hasta mi estómago y luego se propaga por cada una de mis terminaciones nerviosas. Finalizo con un resoplido, ya estoy ebrio desde hace rato. Estoy muy relajado, aunque creo que no debería estarlo: me despidieron del trabajo hace dos semanas, mi esposa me dejó por un Gaijin rico hace tres semanas y, para variar, desde hace un mes que le debo 1.000.000 de Yenes en efectivo a los Yakuza. ¿Pero eso debería importarme? ¿Acaso ahora es momento de agobiarse por esa mierda? Creo que no, porque hoy se acaba el mundo. Escucho un estruendo abajo en la calle y vidrios estallando, creo que un automóvil acaba de chocar. Hay gritos, pero no vinieron después, no tienen nada que ver con el accidente: los he venido escuchando desde que dieron la noticia: es la gente volviéndose loca ante el irónico destino final que nos depara. Desde ese entonces no han parado de ocurrir disturbios y saqueos. Idiotas ¿Qué pretenden hacer? ¿Robarse una tele de 50 pulgadas para ver la Final de la Asian Cup? Eso no va ocurrir, todos estaremos muertos antes de eso. Iba a dar otro sorbo a mi bebida, pero un largo grito desgarrador acaba de quitarme la tranquilidad. Termina de forma abrupta con un restallido seco al chocar su cuerpo contra la acera. Alguien acaba de suicidarse. Cobarde. Desde que esto comenzó los suicidios masivos no han parado ¿Qué se creen? Si el final es inminente, ¿para que apresurarlo? Nunca más van a tener la oportunidad de ver la luna tan de cerca, y qué mejor manera de terminar nuestra existencia observando cómo nuestro propio satélite choca contra nosotros. Al menos me da un poco de satisfacción saber que los Yakuza fueron demasiado cobardes y prefirieron vaciarse las tripas en un Harakiri que presenciar este maravilloso espectáculo. Mejor para


mí, así no hay nadie que me toque los cojones. Doy otro sorbo a mi bebida. Ahora que lo pienso, todo ocurrió demasiado rápido. Se sabía que un asteroide de proporciones gigantescas pasaría peligrosamente cerca de la Tierra. “Por la distancia, es imposible que choque la tierra”, dijeron los científicos en la televisión. “No hay por qué alarmarse”, pero grande fue nuestra sorpresa cuando no sólo pasó cerca sino que, además, impactó de lleno en una de las caras de la luna. “Es poco probable que la luna se salga de la órbita por un impacto como éste, siempre ocurren impactos y no ha ocurrido nada hasta ahora”, volvieron a decir aquellos complacientes descerebrados. Nuestro estupor fue aún más grande cuando notamos que, de hecho, la luna se estaba saliendo de la órbita. Lo primero que notamos fue que por cada día que pasaba la luna se hacía más grande, y las olas también. Llegué a enterarme que unos bastardos en Hawái surfearon una ola de 80 metros. Eso fue ayer. Vaya forma creativa de suicidarse, al menos lo hicieron con estilo. Si yo supiera surfear también lo habría hecho, pero en realidad no sabía hacer nada bien. Lo único bueno que he hecho por mi vida es comprar una puta botella de Sake para presenciar el fin del mundo. Es irónico. ¿Quién en su sano juicio estaría en pleno día del apocalipsis atendiendo su local? Los putos japoneses, sin duda. Creí que la tienda del Señor Akahide estaría cerrada por los saqueos, pero ahí estaba, pacientemente atrás de la caja y acariciando a su gato Yasushi. Había un par de gamberros sacando cosas de las estanterías a su vista y paciencia, pero a él dejó de importarle; a estas alturas, el dinero era una mierda. De todos los que estaban ahí fui el único que pagó algo: tres botellas de Sake. Creo que es primera vez en mi vida que me siento feliz. La luna se ve enorme en el horizonte mientras se escucha el caos. La gente grita, los cristales revientan y algunos idiotas se arrojan de sus edificios. El alcohol se me va a la cabeza, comienzo a pensar que nunca antes había bebido tanto y que la resaca de mañana será una mierda, pero había olvidado que ya no habrá un mañana. Qué idiota. Eso me provoca una paz tremenda e inexplicable, así que le doy otro sorbo a mi botella.


Suspiro. Me cago en mi jefe, me cago en los Yakuza, me cago en los Gaijin, me cago en todos, hasta me cago en dios y me cago en la luna. Será bonito ver cómo esta sociedad hipócrita termina en menos de un parpadeo. ¡Ya va a empezar! Los subnormales de mi edificio vecino hacen un conteo como si fuera año nuevo. Bien por ellos. Doy un trago, me pongo de pies y abro los brazos mirando a la luna. “…3, 2, 1…” Se tarda unos segundos y hay un destello. Poco después, un estruendo ronco y ensordecedor. Luego, una onda de choque me hace caer. Los vidrios revientan y una pared de fuego comienza a elevarse: es la corteza terrestre fundida por el impacto en un gigantesco tsunami de lava, elevándose por miles de kilómetros más allá de la estratosfera en cosa de segundos. “¡Salud!”, grito borracho e hipnotizado viendo aquella devastadora belleza viniéndose encima. La gente grita, trata de correr. Imbéciles. Daré un último trago, empino la botella, pero el Sake se acabó. Arrugo la nariz. El último sentimiento que proyectaré hacia la eternidad antes de abandonar este plano de mierda es… “Uh, qué mal”.

Variaciones de un paisaje en llamas Ninette S. Aravena Chile A duras penas llegué a casa, si así podía llamársele. Se había reducido a dos largos pasillos, separados tan sólo por una frágil pared que quería a gritos desmoronarse. La oscuridad disimulaba muy bien el desorden y la suciedad del lugar. Sabía que seguramente no había nadie allí, en lo que solía ser mi casa, pero aún así necesitaba rodearme de algo familiar, objetos, entornos. Me dirigí al otro pasillo, el más largo y devastado. En esa inmensa soledad, sentí miedo. Advertí que alguien pasó suavemente a mi lado. Debió haber sido mi imaginación, o acaso algún perro vago. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Semanas, meses? No lo sé. No se sabe nada del exterior ni de ninguna parte. Como podría esperarse en estos casos, no hay energía eléctrica ¿Habrá


sido un desastre natural? ¿Una bomba? ¿Misiles que algún maldito país lanzó? Si sólo tuviera alguna información… ¿Sería diferente? No lo creo, de cualquier manera, estamos condenados.

*** Desde ayer no he visto a mi hermana. Mi perro también desapareció. Sospecho que se lo comieron. Yo no me atrevo a matar para sobrevivir. Si sigo así, moriré de hambre.

*** “¡Qué vergüenza admitirlo! Es increíble cómo algo que antes me provocaba repulsión, ahora me haga salivar ante su sola presencia”, pensé mientras masticaba la mitad del cuerpo de la cucaracha. Era como comer mantequilla de maní con un toque de chocolate. Lo más cercano a una golosina que podría hallar en esta ruina en la que se había convertido el mundo. Las patitas me hacían cosquillas en el paladar. Al principio me ponía muy nerviosa, sentía que iba a vomitar; sin embargo, con el tiempo una se acostumbra a todo.

*** La gente no se oculta, ¿para qué? Lo más probable es que ya esté todo contaminado. Últimamente se me ha estado cayendo el pelo a mechones. Los sobrevivientes tienen pústulas en la cara y en otras partes del cuerpo. No hay espejo donde me pueda mirar. Cuando me toco las mejillas o la frente, percibo deformidades; mis dedos quedan húmedos y cubiertos de una sustancia pastosa. Hace un rato, entre un grupo de andrajosos, me pareció ver a mi hermana. Cuando me acerqué, salió huyendo junto con los otros. No me reconoció. ¿Por qué no lo hizo? Creo que era ella, o quizá murió. En realidad, ya no tengo las cosas muy claras.

*** No sé cuánto tiempo ha pasado. Yo sigo volviendo a casa, o a lo que queda de ella. En el fondo del pasillo, en lo que alguna vez fue mi habitación, entre escombros


encuentro una radio. Debe haber sido mía, aunque no la recuerdo. “¡Tiene que funcionar, tiene que funcionar!”, trato de convencerme. Reviso el compartimento de las pilas para ver si las tiene. Sí, allí están. ¿Podría sintonizar algo? Sé que no hay energía eléctrica, de todas formas para algo podría servir.

*** Ayer, cuando buscaba insectos para comer, encontré un CD enterrado. Mejor dicho, encontré una caja mediana con varios CDs, quebrados todos ellos a excepción de uno: un disco de Vivaldi. La caja del CD estaba un poco trizada. Cuando lo metí en la radio se saltó casi todas las pistas, menos la número 7: Trío Sonata en Re menor, “La Follia”. Escucharla es lo único que me consuela por las noches, sobre todo ahora que ni siquiera las estrellas se pueden observar. Y pensar que llegará el día en que las pilas se hayan gastado y ya no podré escucharla más. Entonces seguiré reproduciéndola en la memoria hasta el día en que muera.

*** El color del cielo ha ido mutando con el paso de los días. Antes era blanquecino, poblado de una neblina espesa que nunca se iba. Ahora cada vez que miro al cielo —ojalá fuera sólo el cielo— veo partículas fosforescentes flotando en el aire. Debe haber algún elemento químico en la atmósfera.

*** Un hedor espantoso inunda el ambiente. Imagino que son los cadáveres putrefactos de las primeras víctimas, o de los que poco a poco se han ido rindiendo. Tal vez aún siguen con vida, ¿pero en qué condiciones? No deseo averiguarlo. Sé que tendré el mismo fin.

***


Mientras escucho “La Follia”, súbitamente la radio deja de funcionar. La noche queda sumida en un silencio sepulcral, sólo roto por los quejidos de un moribundo que se escuchan en la lejanía. Unos metros más allá, el paisaje está plagado de árboles quemados, estatuas carbonizadas de apariencia fantasmal, mi única compañía en esta noche. Una lágrima rueda por mi mejilla, un mudo lamento por aquellos que perdí, un duelo por mí misma. Trato de reproducir mentalmente la sonata para así no olvidarla, sin embargo la angustia no me deja continuar. Mi cabello se ha caído completamente, ya no tengo uñas y me quedan apenas unos cuantos dientes. La fetidez que me acompaña a todos lados sólo puede significar una cosa: me estoy pudriendo en vida. Sólo ruego a quien sea —algún ser supremo, si existe— que todo acabe pronto, o que al menos pierda la consciencia de una vez para no tener que seguir soportando esta horrible y lenta muerte. Con todo eso en mi cabeza, me recuesto en el colchón mugriento, cierro los ojos y ruego no despertar nunca más.

Leonardo y Marilyn Omar Velasco México Leonardo corrió hasta llegar bajo un árbol. Los drones que lo seguían siguieron en línea recta intentando encontrarlo, pero cuando procesaron su error él ya se había escabullido. Tenía un traje especialmente diseñado para eludir a ese tipo de drones cazadores. Era una ingeniosa mezcla de espejos y de tela termomimética. Todos los artilugios que había creado en el último año eran probados por él mismo antes de dárselos a su familia. Después de arrastrarse por el piso durante casi una hora, dedujo que era seguro continuar el camino a pie. Cada vez era más difícil conseguir alimento deshidratado que no tuviera biolocalizadores. “Una idea brillante, pero desperdiciada”, pensó Leonardo. A las afueras de la ciudad, bajando por una barranca, se encontraba la guarida de su familia. “Es el lugar más seguro desde donde se puede ver el amanecer”, le había dicho


su esposa Marilyn. Leonardo escaló un poco hasta llegar a su hogar, desactivando por un segundo los escudos y los anuladores de localización para entrar. —¡Papá, papá! —lo recibió su hijo mayor—. ¡Ven, papá, tengo mucho que contarte! ¡Hoy vimos a una lombriz que escupía fuego! —Eso… eso… es muy interesante, pero creo que es una mala noticia. Llegó hasta la habitación del niño. Ahí estaba el cadáver de una lombriz larga, algunos muebles quemados y, sentada en la cama, su esposa, con su hija pequeña, quien dibujaba a la lombriz muerta con unas crayolas. —Hizo un agujero en la tierra, ahí debajo del escritorio, por ahí entró. Cuando Albert llegó gritando conmigo, diciendo que se estaba quemando su laboratorio, creí que era otro de sus experimentos. Estaba alterada porque me habían prometido que no harían más cosas incendiarias, pero cuando llegué la niña estaba jugando con la lombriz… Y era como un lanzallamas, Leonardo. La arrojé al piso y pude pisarla antes de que pasara otra cosa. Leonardo hizo un gesto de alivio. Luego un gesto de duda. Y después un gesto de preocupación. —¿Qué es esto, Leonardo? —le preguntó Marilyn. Su esposo suspiró. —Es tecnología bioarmamentista de nivel avanzado. Había escuchado que un Leonardo trabajaba en ello, pero nunca pensé que viviríamos para verlo… Y si enviaron este tipo de ingenios a buscarnos, no tardarán mucho en dar con nosotros. Marilyn asintió en silencio, con una pequeña sonrisa. Desde que había nacido su hija no podían quedarse mucho tiempo en un solo lugar. La guerra genética era un enemigo que no podían vencer, sólo evitar durante algún tiempo. Hacía mucho tiempo que pasó. Cuando la selección de los mejores genes de las parejas al concebir no fue suficiente, se comenzó a usar genes de otras personas. Inevitablemente, luego se usaron genes de personas famosas, destacadas. Y después se comenzó a comercializar los genes de las personas más destacadas de la historia. Leonardo entendía por qué se llegó a ese punto, pero no lo justificaba. ¿Quién no querría como hijo a uno de los inventores más destacados de la historia? ¿Quién no querría como hija a una de


las actrices más hermosas que ha visto la humanidad? Y así fue que en unos años el mundo quedó poblado con Leonardos y Marilyns. Pero nadie consideró que el potencial intelectual debe llevarse con una vida de educación, con valores y ética. Un solo Leonardo bastó para decidir por el mundo. Uno solo de todos los genios en el mundo bastó para eliminar todo el ADN que no fuera de Leonardo o de Marilyn. Una bomba genética que eliminó a prácticamente a toda la población, sobreviviendo sólo genios y divas. Quedaron algunos vestigios del pasado, pero poco a poco fueron eliminados casi en su totalidad. Eran genes distintos, aunque no de la gente común y corriente sino de ADN de personajes históricos aprobados. El Comité Genético de Leonardos y Marilyns, quien decidía sobre qué genéticas sobrevivirían, aprobaban a Cleopatras o Alberts, como su primer hijo. Pero no toleraban a las Marie o a los Walt. Y se encargaban de que esos genes no se dispersaran. Ahí residía el problema de la pareja. Su hija no solamente tenía uno de los genomas prohibidos sino que era una Walt femenina, una demostración de que la naturaleza le estaba ganando camino a la ciencia. —Mira, papá, dibujé una lombriz que hace fuuu —le dijo la pequeña Walt, orgullosa de su dibujo. —Es hermoso —dijo en voz alta Leonardo. “Se debe trabajar un poco en su perspectiva, y sus trazos son un poco rudos. A su edad cualquier Leonardo ya trabaja con pinceles finos”, dijo en su cabeza. —Debemos terminar de empacar —ordenó Marilyn, llevándose a los niños al centro de su hogar, donde siempre tenían una maleta preparada con alimento, agua, ropa y los inventos de protección más avanzados que daba la mente de Leonardo. Ella siempre estaba preparada para todo. —Voy para allá —dijo Leonardo, mientras examinaba a la lombriz. Era un invento brillante. En su cabeza comenzaban a formularse teorías de cómo se había logrado y, principalmente, de cómo podría contrarrestar ese tipo de tecnología para proteger a su familia. Debía vencer a un mundo lleno de Marilyns y Leonardos, pero se sentía preparado. Era una de las mentes más brillantes de la historia.


El último día Aglaia Berlutti Venezuela La oscuridad avanzó como una colección de sombras grises. Juan las miró con atención. Antes que todo comenzara, solía pensar que la última hora del día tenía algo de poético. Una cierta belleza tenebrosa que apreciaba con un deleite nostálgico. Pero ahora el mero pensamiento le hacía sonreír con amargura. La sensación insistente de que una parte de su mente había muerto hacia tanto tiempo ya, que era incapaz de recordar cuándo había ocurrido en realidad. Los escuchó gritar. Una mezcla de súplicas y llantos. Sacudió la cabeza, con un escalofrío de temor y angustia recorriéndole la espalda. ¿No podían entenderlo?, pensó con la mandíbula apretada, las manos rígidas contra con el cuerpo. ¿No podían entender que no podía hacer otra cosa?, se preguntó si tendría que explicarlo otra vez. Entre las sombras, ese pensamiento tenía algo de agónico, un eco desigual que se movía por su mente de un lugar a otro. ¿Explicar el qué? ¿Cómo poner en palabras el horror de una decisión tan simple, inevitable? ¿Cómo hacerles ver a todos que en toda su sencillez tenebrosa había algo de belleza? Tal vez no podría, se dijo con un estremecimiento de pesar. Quizás eso era lo peor de todo lo que ocurría. Cerró la puerta. Escuchó el viento soplar, el sonido traqueteante de las ventanas y las puertas sacudidas por las ráfagas. La cacofonía era lo único vivo en el silencio sepulcral del edificio vacío, que flotaba a la deriva en el súbito abandono. Se tomó un momento para escuchar el traqueteo de las hojas de madera, la forma en que una vitalidad artificial y violenta se extendía en todas direcciones a partir de su intención de escucharla. Por primera vez, desde que todo había comenzado, Juan sintió una profunda tristeza. Una mezcla de agotamiento físico y un profundo pesar espiritual que le sorprendió por su intensidad. Tal vez es así como sabes que el final está cerca, pensó mientras echaba el pestillo y pasaba la llave. El metal crujió bajo el peso de sus dedos, un mecanismo muerto entre otros tantos. Los gritos otra vez. Ahora la mujer lloraba entre balbuceos. ¿Llamaba a su madre? Juan no lo sabía, y así era mejor. Caminó hacia el interior del edificio y apoyó el hacha sobre el


suelo. Tenía un aspecto desproporcionado sobre el brillo lustroso de la piedra. Una arma rudimentaria, desprovista de toda belleza. Cuando la sostuvo por primera vez, Juan pensó que era más pesada de lo que pensaba y, desde luego, mucho menos elegante. Por años la había visto suspendida en su pequeña caja de cristal y había creído que tenía algo de belleza: con el mango de madera pulida y la hoja acerada, el metal liso en inmaculado que brillaba bajo las luces blancas del pasillo. Claro que por entonces Juan no sabía que tendría que romper el cristal de seguridad y tomar el hacha, que la tendría que blandir para salvar su vida. ¿Eso había hecho? Tenía algo de melodramática esa frase, como si el mero hecho de su profundidad artificial y vulgar pudiera salvarlo de la crueldad. ¿Se trataba de eso? ¿Una vida por otra vida? Juan no lo sabía, aunque lo pensó varias veces desde que todo comenzó. ¿Qué estoy salvando? ¿A qué precio? No son reflexiones que nadie tiene en la vida cotidiana. O, al menos, él jamás pensó que tendría que luchar contra la resistencia interior que le pedía a gritos soltar el hacha, correr en dirección contraria, olvidar lo que había visto. Mientras la multitud corría a su alrededor entre alaridos, empujándose entre sí, cayendo al suelo en una especie de tumulto mortal, sólo actuó por instinto. ¿Así se llama esa sensación? ¿Ese impulso incontenible de no morir? Juan corrió igual que todos, entre gritos, las manos sobre la cabeza. Sin saber qué ocurría. De pronto, tropezó y chocó de cabeza contra la pared. El dolor se derramó como un alivio inmediato al miedo. Se quedó tendido, mientras le pisoteaban y le golpeaban. Alguien le pateó la cabeza, una mujer le clavó el tacón del zapato en la cadera. Gritó, trató de levantarse, no pudo. Alguien le señalaba. Un brazo que se extendió hacia su rostro. Forcejeo hasta que pudo liberarse. El miedo, el miedo en todas partes. El miedo como un hedor insoportable, el miedo que le sostuvo cuando logró apoyarse en las rodillas y levantarse a trompicones. El miedo de las manos abiertas, el cristal que se rompió bajo los dedos. La textura del mango del hacha bajo las palmas. El miedo, el miedo. Juan apenas recordaría después cómo fue que se abrió paso entre la muchedumbre que gritaba, cómo logró recorrer el largo pasillo hacia el exterior y, finalmente, encontrarse solo. Para entonces, parecía que habían pasado muchas horas, pero en realidad se trataba de pocos


minutos. Tuvo la sensación de que el tiempo real era sustituido por otro, lleno de remiendos y rotos por los bordes. Una cronología irreal de la desgracia que sostenía la realidad con dificultad. Corrió entre los cuerpos tendidos, ignoró a los que suplicaban ayuda. Con el hacha en la mano remontó los límites de la colosal tragedia que le rodeaba y escapó como pudo hacia el lugar en que la oscuridad no podía tocarle. El corazón le latía muy rápido cuando se dejó caer en una esquina de la calle, con el hacha apretada contra el pecho y la respiración convertida en un resuello. Estaba vivo, milagrosamente vivo. Le llevó un considerable esfuerzo reunir valor para mirar hacia atrás. Ahora reinaba el silencio. La muerte estaba en todas partes: los cuerpos yacían desperdigados por todos lados, algunos inmóviles, otros sacudiéndose por los estertores de la muerte. La sangre salpicaba las paredes encaladas, el concreto pulido de los pasillos. Un paisaje de pesadilla que Juan contempló con los ojos exorbitados mientras sollozaba con los dientes apretados. ¿Es real lo que veo? ¿Es real esta… devastación? Un brazo cortado yacía a la mitad del jardín que rodeaba al edificio. Tenía el aspecto de un aterrador tributo a los dioses, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos retorcidos. La sangre manaba de la limpia y monstruosa herida que le había seccionado del cuerpo en un lento manantial carmesí que se hacía negro a medida que la oscuridad avanzaba. ¡La oscuridad! Juan lo comprendió con esfuerzo. ¿Había sido eso? Apoyó la cabeza contra la hoja del hacha, fría y sólida. Un trozo de realidad. ¿Era la oscuridad lo que ocasionó todo esto…? ¿Era…? Unas horas antes, cuando el miedo no estaba en todas partes, Juan había escuchado a dos hombres hablar sobre el fenómeno. “Un eclipse, el último del año”, dijo uno sin interés. El otro se encogió de hombros. “No entiendo tanto interés por el tema”. Juan pasó la escoba y tuvo el deseo de detenerse para preguntar sobre el fenómeno, para hacer las preguntas que le atormentaban. Pero no lo hizo. Los extraños tenían las cabezas juntas y reían entre sí. Incrédulos del efecto de un portento semejante. De sus efectos.   — Sólo es una mierda de publicidad —prosiguió el que había hablado primero —.  Todo eso sobre la oscuridad del eclipse es casi medieval.  — La gente es ignorante, se divierte con esos pequeños juegos de artificio.


Ambos rieron, al parecer muy satisfechos con su incredulidad jactanciosa. Juan miró por el ventanal a la derecha del cafetín. Aún faltaban algunas horas para que ocurriera el eclipse y ya el cielo tenía un aspecto gris, petrificado en un silencio inquietante. Se acercó y tuvo la impresión de que las nubes no corrían, que el sol flotaba inmóvil en medio de las luces y sombras que le rodeaban. Oscuridad, pensó de nuevo Juan. Un eclipse. El miedo. Cuando escuchó los primeros gritos, Juan estaba sentado al fondo del cafetín. No le sorprendieron. ¿Los había esperado? Nunca lo sabría o no era algo que le interesara ahora, en todo caso. Miraba por la pequeña ventana que se abría a la derecha en la esquina de los empleados. Las nubes de tormenta se arremolinaban alrededor del sol oscuro. La raja radiante del sol que la luna no había logrado cubrir palpitaba en la semipenumbra como un corazón agónico. Lo supo con toda claridad. No era normal. No era normal lo que estaba ocurriendo. La oscuridad había llegado para quedarse, en la forma de un antiguo presagio que nadie comprendía, que este mundo joven y descreído ignoraba por completo. Alguien gritó. Una mujer. Después otra. Un gemido lento, aterrorizado. Miedo. Juan se puso en pie con lentitud y notó cómo el viento golpeaba con fuerza los cristales de la ventana pequeña. Un ulular que se extendió hacia el gran ventanal del cafetín de los médicos. Una ráfaga violenta que, además, traía consigo la oscuridad. Juan corrió afuera y la vio llegar como hilos triples de una materia tenebrosa que se deslizaba con parsimonia allí donde la luz del sol desaparecía. Más gritos. Alguien señalaba el fenómeno desde una de las mesas. Uno de los hombres que había escuchado hablar antes estaba de pie, con el teléfono móvil en alto y fotografiaba la silueta lóbrega que se extendía al otro lado del cristal. Oscuridad, pensó Juan aterrorizado. El fin de los tiempos, susurró una voz insidiosa en su cabeza. Eso es lo que es, ¿no lo has sabido siempre? Sí, siempre lo había intuido, con la claridad meridiana de su mente inquieta, lacerada y lastimada por el miedo. Supo, sin que nadie se lo dijera, que la oscuridad llegaría al mundo y lo tomaría todo, que se extendería como los tentáculos de un monstruo imposible en todas direcciones, que devoraría el mundo de la luz con facilidad. ¡Y así había sido!, se dijo mientras corría hacía el ventanal. ¡Las sombras habían llegado! ¡El fin del mundo! Lo había sabido


siempre Juan, que temía a la penumbra como a ninguna otra cosa. Lo había sabido y ahora estaba allí. Y él, entre todas las personas que podían comprender el horror en toda su extensión, debía enfrentarse a ellas. ¿Debía qué? No lo sabía. Apoyó las manos sobre una de las bandejas de comida abandonadas por algún comensal descuidado. Encontró un cuchillo de plástico entre los restos de comida, el vaso de jugo de naranjas volcado sobre el plexiglás de la mesa. Un largo charco de color que desaparecía mientras la oscuridad llegaba. Una mujer gritaba y reía de pie junto a la puerta cristalera que se abría al jardín. Era una enfermera, la bonita de cabello rubio que siempre le sonreía al llevarle la medicina. Ella era quien había gritado la primera vez.  — ¿No es hermoso?  — decía —  ¿No es algo bello? Estaba de espaldas, el uniforme impecable marcándole el cuerpo flaco y joven. Juan la apreciaba: era ella la que de vez en cuando le permitía no tomar todas las pastillas, la que le hacía guiños cariñosos. “Por una vez, nadie notará que no la tomaste”, murmuraba apretándole las mejillas. Como si fuera un niño. Y él sonreía, agradecido y fascinado por las manos regordetas de la enfermera, su rostro amable y pálido. La vio ahora, rodeada de oscuridad, casi engullida por ella, y supo que debía salvarle antes que a nadie. Debía evitar que desapareciera, consumida, destruida, olvidada para siempre. Se acercó a ella. Estaba un poco separada del grupo que fotografiaba, miraba y señalaba. Se volvió para mirarle, los ojos glaucos muy abiertos. Se acercó a él, dijo alguna cosa. ¿Su nombre? Ven aquí, ven a ver esto. Le llamó por señas. Él sonrió y por un momento la vio flotar en la luz, con la oscuridad a la espalda. La encontró hermosa, tierna. La oscuridad no la merecía. Le clavó el cuchillo de plástico en el ojo derecho. Un movimiento rápido y firme. Ella dejó escapar un sonido extraño, como ahogado, mientras Juan movía la muñeca y, con la mano libre, la sujetaba del brazo para mantenerla erguida. La sangre brotó en un riachuelo negro. ¡La oscuridad ya estaba en ella! Y Juan apretó la presión. ¡Vete, déjala ir! Ella gemía en voz muy baja, se sacudía, trataba de alejarse. El uniforme impecable se cubrió de hilos carmesí como un delicadisimo encaje, el rostro melifluo adquirió color y, por una vez, verdadero atractivo. Todo eso lo vio Juan mientras apretaba con fuerza el cuchillo contra el ojo cada vez con


mayor fuerza. La masa blanca y sanguinolenta derramándose en las mejillas de la mujer le manchó los dedos. Pero la oscuridad había renunciado a ella, Juan lo sabía. La muerte estaba tan cerca, era algo hermoso, vivo, más allá de las tinieblas que le rodeaban, que amenazaban con consumir al mundo con rapidez. Otro grito. Esta vez uno muy agudo. Juan dejó caer a la enfermera y vio que el hombre del teléfono móvil lo miraba con la boca muy abierta, aterrorizado. La oscuridad a su espalda, como una sombra alargada que se extendía por sus pies hacia el tumulto que seguía admirando el cielo en tinieblas. Se abalanzó sobre él y el cuchillo cortó con dificultad la piel de la cara, el tallo firme del cuello. Ahora la sangre era un manantial radiante, brillando bajo las luces potentes de la sala y enfrentándose a la oscuridad. ¡Así! ¡Así! Juan gritaba de júbilo por la convicción ciega y total que vencía al final de todas las historias, al tiempo que había dejado de correr. La sangre brillante movía el mecanismo infinito que mantenía al mundo vivo, a salvo de su disolución final. Juan no sabía con claridad qué ocurrió después. En realidad todo pareció suceder al mismo tiempo, como una secuencia de imágenes superpuestas. El hombre del teléfono caía al suelo, entre convulsiones, la mano apoyada contra el cuello. Dos mujeres chillaron cuando Juan se abalanzó sobre ellas, tratando de apartarlas de la oscuridad ahora total que había engullido el sol. A una le aplastó la cabeza contra el suelo. A la otra le clavó los dedos en la garganta y apretó con toda la fuerza de la furia que le sacudía. Un hombre de uniforme se abalanzó sobre él, con el garrote en alto. Juan reconoció la oscuridad en él, los tentáculos del horror asomando entre los ojos muy abiertos y horrorizados. Se arrojó sobre él con los brazos abiertos, le clavó los dientes en la mejilla. Mordió. Mordió y mordió hasta que la oscuridad salió del hombre y el cuerpo se desplomó flácido bajo el suyo. La muchedumbre corría hacia afuera. La oscuridad ahora era más brillante, una estela de terciopelo contra la ventana gigantesca del hospital, más allá de sus jardines. Juan tomó una de las sillas y la arrancó de cuajo del suelo; la fuerza del miedo convertida en un motor misterioso de pura desesperación. Golpeó a diestra y siniestra. Escuchó gemidos, chillidos de pánico. Vio cuerpos caer. Golpeó y golpeó, mientras la oscuridad le disputaba a esas pobres


almas, mientras se escondía en sus dedos retorcidos, los rostros desfigurados por el pánico. Golpeó y golpeó hasta que liberó a cada uno de ellos, hasta que la sangre brotó y su olor cálido conjuró al fin del mundo que atisbaba desde las tinieblas. La multitud corrió por el pasillo. Unos le señalaban y huían de él. Otros intentaron detenerlo. Juan se encontró reducido, lastimado, pero la fuerza del miedo era mayor. Aplastó la cabeza de un hombre contra la pared, sintió el hueso romperse bajo sus nudillos. Corrió entre ellos, entre los gritos, entre la tenaz decisión de salvarles y el rencor que le inspiraba esa huida desordenada, triste, huérfana de todo significado. ¡La oscuridad está aquí! ¿No pueden verla? ¡Aquí! El sol ha desaparecido, el fin del mundo ha llegado y sólo yo lo veo. El hacha entre las manos. Pesada, firme. Una redención en sangre. El filo que brillaba bajo los últimos vestigios del sol. La oscuridad llegaba ahora en una lenta sucesión de capas interminables que sólo Juan podía ver. Y mientras golpeaba, cortaba, mataba, Juan trató de salvar el mundo de sus garras, de las cuevas ocultas y siniestras que se ocultaban más abajo del sol que moría, de la realidad que se desplomaba a fragmentos: una frágil superficie bajo la cual habitaba el miedo como un monstruo ciego. Ahora, la luz volvía con lentitud y brillaba sobre los charcos de sangre que se extendían por el suelo, las escaleras abiertas hacia el jardín, las puertas entreabiertas de los consultorios a ambos lados del pasillo. Juan miró la puerta de cristal que cerraba las dependencias internas del hospital del mundo exterior y sintió alivio. La oscuridad seguía allí. Por ahora contenida, a la espera de deslizarse hacia el lugar seguro que Juan había construido con la muerte. Más allá, la multitud corría, escapaba, corría hacia la garganta del mal que esperaba para engullirlos. Juan sintió pena por ellos. —¡Por favor, no lo hagas! — era la mujer que lloraba y suplicaba — ¡No lo hagas! ¡No me mates! ¡No lo hagas! Juan se volvió y sonrió. Una sensación de plácido alivio le recorrió. Al menos las almas a su cargo estaban a salvo, pensó mientras levantaba el hacha de nuevo. La sangre de nuevo. El silencio como un eco en mitad de la redención.


Vejamen Carlos Páez S. Chile Es el tercero, ya no hay lágrimas; el dolor mismo es sólo un rumor que, lejos de atenazar su mundo, simplemente se mantiene como un ruido de fondo. En cierto modo es una espectadora en tercera persona, ajena ya al vejamen. Es el tercero, no el último; varios esperan su turno, ebrios de euforia y bebida, famélicos de alimento y conciencia, despojos de humanidad desde antes que la misma humanidad desapareciera. Ya no es una niña, no lo es desde hace meses; demasiado terror, demasiada tristeza. El tercero cae a un costado, exhausto; el cuarto busca acomodarse dentro de ella. No será el último, ojalá no lo sea, no hay esperanza para ella, ni dolor, sólo odio. Ella reza porque cada uno tenga su oportunidad. Para llevárselos a todos. Demasiado ansiosos. Demasiado ebrios. Demasiado seguros de su patético poder, de las armas en sus manos, de la impunidad absoluta de ser los fuertes entre los desesperados. Demasiado confiados para tener el más mínimo sentido común en un mundo que también lo ha perdido. El cuarto empuja dentro de ella, hunde las uñas en sus muslos, aprieta los dientes mientras los demás lo alientan. Ella sólo ve el techo, la mirada perdida; sólo tiene conciencia del dolor en el brazo, palpitante, quemándola por dentro. El quinto reclama su lugar, trata de besarla torpemente. Su aliento apestando a podredumbre y licor barato la golpea. Poco le importa: ha sentido olores peores, demasiado cerca, demasiadas veces.


Olor a muerte. Ella está muerta. Murió hace meses ante los cadáveres de sus padres, cadáveres que casi la matan. Murió abrazando a su pequeño hermano y a su oso de peluche, llorando por el hambre de semanas. Ella está muerta. Murió escondida entre ruinas, comiendo basura, corriendo y escondiéndose. Ella está muerta. Murió de terror, escapando de la horda. Pero sobre todo murió esa misma mañana, cuando su pequeño hermano muerto la mordió en el brazo y se llevó sus esperanzas. Desde entonces era sólo un cadáver respirando sus últimas horas, escapando del recuerdo de un cuerpo menudo decapitado, abandonado en un sótano junto al oso de felpa. Así la encontraron, así la golpearon, así decidieron violarla sin siquiera sacarle toda la ropa y ver la herida en su brazo. El quinto toma su lugar. No pudiendo lograr una erección completa, sólo cumple con el ritual para no parecer débil; la debilidad mata, no es mundo para débiles y está dispuesto a hacer lo que sea para sobrevivir. El sexto lo aparta minutos después, ansioso. Ella ni siquiera lo nota. Sólo sigue mirando el techo y más allá. Ella está muerta, y ellos también, aunque aun no lo saben. Porque no morirá sola, espera que todos tengan su turno antes de que la oscuridad caiga sobre ella; que todos estén dentro de ella, tal como lo está el virus. Su regalo. Ella está muerta y se los llevará con ella. Tal vez más tarde caminen juntos.


Olas de mar Andrés Galindo México

Ondas do mar de Vigo, se vistes meu amigo? E ai Deus!, se verra cedo?

Ondas do mar levado, se vistes meu amado? E ai Deus!, se verra cedo?

Se vistes meu amigo, o por que eu sospiro? E ai Deus!, se verra cedo?

Se vistes meu amado por que ei gran cuidado? E ai Deus!, se verra cedo?

Martin Codax (trovador gallego, siglo XIII)

Encendió el dispositivo, escribió “Nathan Adler” en el destinatario y luego quedó en pausa unos segundos. Después de un suspiro tecleó las primeras palabras. ¿Cuánto más debo esperarte, Nathan? Inevitablemente, volvió a suspirar y no supo si aquellas palabras sonarían como un reproche o como un lamento de esperanza. De ninguna manera podía sonar a reproche; era el último mensaje que le escribía.


Se quedó mirando a las olas del mar, ese viejo mar que pronto se la tragaría, mientras recordaba aquella tarde en que se conocieron. Era un día soleado y en la calle la gente paseaba alegre y despreocupada. Nada parecía presagiar lo que pasaría hoy, treinta años más tarde. Recordaba también aquella mañana en la plaza del Sol cuando fueron felices compartiendo un crème brûlée mientras las prostitutas y los ladronzuelos daban vueltas por ahí, esperando cazar una presa. A ellos no les importaba nada, sólo la felicidad del instante. ¿Y qué tal la noche en que entraron a esa terrible obra de teatro en donde una mujer era ultrajada con unas tijeras al rojo vivo? Nathan recordó: esa podría ser Santa Teresa. Pero yo salí corriendo, esperando que todo eso sólo fuera una pesadilla. Tú me alcanzaste y secaste mi llanto. Nos fuimos a casa y a los pocos días te subiste a esa estúpida nave para no volver. Todavía en el hangar te dije que no me dejaras, que no me sacrificaras, pero eran más grandes tus sueños de ver las estrellas, las estrellas y el Mar de la tranquilidad. Dijiste que volverías y yo lo he querido creer todos estos años. Por eso te escribo ahora que este mundo esta por hacerse añicos. No podía dejar que las palabras sonaran agresivas, que fueran un reproche o un lamento. Alguna vez él había sentenciado que lo último que le queda al ser humano es la dignidad y con ella debe morir. De una manera honorable, pensó Alfonsina, como los samuráis, aquellos guerreros mitológicos que tanto te gustaban. Tenía que ser breve y no dejar que el llanto le ganara en la última hora. Así que borró las primeras líneas y comenzó de nuevo, aún sin saber bien a bien si las palabras serían las correctas o si acaso alguna vez le llegarían a Nathan. “Querido Nath, no sé si este mensaje te llegará algún día. Desde hace diez años he estado mirando al cielo todas las noches, por si alguna vez aparecía tu nave en el firmamento. Ayer ha sido la última. No creas que ya no te quiero. Claro que me he vuelto a casar y he vuelto a quedarme sola y sé que nada de eso me reclamarías porque siempre dijiste que tenía derecho a hacer lo que me diera la gana y, bueno, sabes que realmente nunca necesité la aprobación de nadie, ni de ti ni de nadie. Pero el corazón se manda solo


y… Pero las pequeñeces de una sola persona ahora no vienen a cuento, no ahora que la Tierra se quiebra. Algo he sido feliz este tiempo; aquí, yo conmigo, yo con él; yo pensando que aún estás en alguna parte. Me gusta soñar que cumpliste tu meta y que llegaste al Mar de la tranquilidad, esa zona inhóspita de la Luna en la que pocos se atreven y, hasta ahora, de la que nadie ha vuelto. Sé que estás ahí porque te pienso y te siento. “Siempre pensé que todo esto de la tercera guerra sería una broma o un cuento de ciencia ficción. Todo esto parecía tan remoto hace treinta años, Nath, treinta años. Y mira ahora, hace un par de meses, escondida debajo de los escombros de mi propia casa, vi cómo se llevaban a mi marido a un campo de concentración. ¿Podrías creer eso? Un maldito campo de concentración en estos tiempos. La humanidad es así, supongo, renovando sus viejas costumbres, sus viejos miedos y sus más profundos instintos. Ayer las redes anunciaron el infierno tan temido: después de todo, alguien al fin ha apretado el botón. “Nath, cuando vuelvas, porque sé que algún día estarás de vuelta, el planeta que dejaste ya no existirá; acaso será un montón de piedras flotando en el espacio. Y, bueno, ya sabes, los gobiernos de todo el mundo anunciaron que protegerán a su población. Vemos videos de gente subiendo en masa a las naves salvavidas. Pero tenías razón, a esos no les importamos, todo es una ficción y los únicos que se salvan en realidad son los ricos y poderosos. Yo estos días he visto desaparecer o suicidarse a amigos y seres queridos, pero no he sabido de ninguno que llegue a una de esas míticas naves que nos llevarán a mundos mejores. ¿Existen los finales felices, Nath? “Al frente ya sólo me quedan las olas del mar, este mar; y algo me alegra saber que, al fin, volveremos a estar juntos; porque me gusta imaginar que el vasto universo apenas es un punto en la mano de un dios cruel y misterioso, y el espacio entre mi desierto y tu mar apenas es un árbol floreciente”.

*** Capitán Nathan Adler llamando a la Tierra. Repito, capitán Nathan Adler llamando a la Tierra. Del otro lado sólo se escucha ruido, un ruido ensordecedor. ¿Alguien reconocerá mi


voz todavía? ¿Alguien podrá escucharme? Envió el mensaje por tercera vez y en seguida guardó silencio. En su viejo dispositivo apareció una notificación de mensaje, el primero después de todos estos años de naufragio, sobreviviendo en las colonias salvajes del lado oscuro de la Luna. No te preocupes, querida Alfonsina, ya voy de regreso a casa. Pronto volveremos a estar juntos.

Las prioridades de Constanza en días apocalípticos Daniel Barrera Blake México Con la noche apenas instalándose, me encontraba tirada de panza en mi puesto de espía. Comprobé en mi cuaderno, donde plasmaba una rayita diaria, que se cumplían mil días de haberse desatado el infierno en la Tierra. Observaba a través de una mirilla sin rifle… lo había perdido en mi última huida. Con agudeza inspeccionaba los detalles agrandados en la lentilla. Era un grupo nutrido, tal vez treinta o cuarenta personas. Refugiados en las ruinas de un edificio sin techo y con las paredes mordisqueadas por las bombas. Al igual que el resto de cadáveres de concreto. Festejaban alrededor de una fogata, en la que se cocinaba un enorme jabalí sobre improvisadas parrillas. Desafiaban a la hambruna con la abundante caza. Por el rabillo del ojo descubrí en ambos flancos a otros oportunistas como yo, escondidos y acechando entre las ruinas. Eso podría ser un problema, pero no me preocupé demasiado: todos solían viajar con pesadas armas y con enormes mochilas donde cargaban todas sus inútiles pertenencias. —Pura basura inservible —murmuré para mí—, en épocas apocalípticas lo único que esta chica necesita es un cigarro y un buen revolcón. Conseguir comida en el campo me resultaba muy fácil, ya fuera una pequeña presa o una recolección de frutos, incluso algún supermercado aún sin ser violado. Pero conseguir un cigarro o una buena sesión de sexo consensuado era de verdad complicado en días apocalípticos. Por eso yo sólo cargaba un viejo bate de beis y un pequeño morral con


agua, pantaletas limpias, mi cuaderno y las sobras de una ratilla cocida. ¡Oh sí!, también llevaba una generosa dotación de tampones: la menstruación en días apocalípticos era un verdadero fastidio. No veía nada que me interesara. Estuve a punto de abandonar mí puesto y alejarme, pero un puntito naranja refulgió en la oscuridad a unos cien metros de la fogata. Era un flaco larguirucho que fumaba nervioso mientras vigilaba. De pronto, un oscuro caballero cabalgando sobre un corcel muerto apareció de la nada con gran estruendo. Era uno de los cuatro malditos que habían incendiado al mundo. El jinete azotó al grupo de gente con ferocidad; los pobres hombres apenas pudieron reaccionar realizando un tiro por aquí y por allá. En poco tiempo el jinete oscuro había arrasado el campamento. Había dejado a la congregación de supervivientes al borde de la muerte, con grotescas erupciones en la piel y sangrando a raudales por cada orificio de sus cuerpos. Su caricia y su aliento eran mortales, era el jinete de la peste. Busqué al larguirucho y vi que permanecía hecho un ovillo, inmóvil. Al parecer la peste no lo había notado. Guarde la mirilla y salí corriendo hacia allá, no habría mejor oportunidad: la noche espesa y los restos de la batalla atraerían a toda clase de carroñeros. En mi carrera vi que de todas direcciones salían los otros ladrones como yo, eran por lo menos ocho. Mi menudo cuerpo y la liviandad de equipaje me sirvieron para aventajarlos. Pronto comencé a escuchar el conocido zumbido de balas surcando el aire cerca de mí. No me detuve. Pasé corriendo por el campamento, esquivando cuanto apestado se me atravesaba. Pude ver que el grupo de gente recién atacado cargaba con mucha chatarra. Pasé de largo la comida en las parrillas y llegué hasta el larguirucho, que continuaba en posición fetal con los parpados apretados. Sin pedir permiso tantee sus bolsillos en busca del paquete deseado. Lo encontré: una clara cajetilla de cigarros se sentía a través de la mezclilla. Los demás cazadores comenzaron a llegar y, en una especie de silenciosa tregua entre todos, fueron tomando todo lo que alcanzaban. —¿Tienes más? —le pregunté al larguirucho. Sacó la cabeza, me vio y luego miró hacia donde los otros cazadores ya comenzaban a romper la tregua y se balaceaban entre ellos. Estaba confundido y asustado, era un chico


de no más de veinte. —No, son los últimos —me contestó tembloroso. La balacera campal arreció, los zumbidos de balas pasaban muy cerca. Tomé al chico de los brazos y lo obligué a incorporarse. —¡Sígueme! —lo apuré, ya corriendo. El flaco larguirucho no lo pensó y salió disparado detrás de mí; lo llevaba pegado, pisándome los talones, por poco me hace tropezar. Corrimos en la oscuridad por kilómetros hasta llegar a un terreno nauseabundo y muy irregular, donde unos blandos bultos perdían firmeza con el peso y otros crujían apenas pisar. El chico iba tan cerca que sentía su pesada respiración en mi nuca. Y la seguí sintiendo con satisfacción por el resto de la noche, incluso cuando ya habíamos llegado a buen resguardo. El amanecer nos encontró desnudos y exhaustos sobre una extensa fosa repleta de cadáveres amontonados con diferentes grados de descomposición; algunos muy viejos con los huesos expuestos y otros tan recientes que ni el rigor mortis se había dado cuenta que estaban muertos. Compartíamos el último cigarro. —Me llamo Tabo —me dijo el chico con una enorme sonrisa—. ¿Y tú? —Llámame Coni.

Profecía Damaris Gasson Venezuela La Tierra quedó devastada y, tras años de radiación y mutaciones, los humanoides ni sabían ni recordaban la historia de la humanidad. La cotidianidad consistía en cazar escorpiones y ciempiés gigantes para alimentarse, procurando actuar en grupos; uno que apuntara las lanzas hacia la boca y el centro de los ojos de las bestias y otro que enlazara el aguijón, pues en el caso en que éstas se vieran en peligro de muerte se clavaban el aguijón ellas mismas, envenenando la carne. La cacería se llevaba a cabo especialmente en la


penumbra que precedía el alba o el ocaso, pues la destrucción de gran parte de la capa de ozono hacía que la exposición al sol fuese demasiado grande como para siquiera soportar estar bajo sus rayos. Podían correr erguidos, mas se estaban adaptando a correr a cuatro patas nuevamente. Subsistían como grupos de humanoides nómadas, sin embargo la inclemencia del clima impedía emprender largas migraciones. Su piel era correosa y negra, pues la melatonina protegía de los rayos UV que entraban directamente a la atmósfera. La naturaleza siempre adaptándose pese al maltrato que le infringieron los antepasados de estos seres, que estaban pagando el precio de haber sido la especie más evolucionada en la historia del planeta. Algunos seres humanos partieron en viajes intergalácticos en busca de nuevos planetas que les proporcionaran las condiciones necesarias para sobrevivir, pero estas migraciones fracasaron tras la Gran Explosión Nuclear. La humanidad tal y como se conoció a mediados del siglo XXI estaba extinta del todo; el polvo que era, polvo fue. Mas en ese lenguaje rudimentario de los nuevos humanoides persistía la tradición oral y la creencia tan arraigada de los seres pensantes en la Divinidad, fuerzas que podían desviar el aguijón del escorpión que era cazado, que permitían encontrar plantas que no fueran amargas o venenosas por la radiación o que permitían encontrar un pozo en donde el agua fuese más dulce, conocimiento que era dominado y monopolizado por los sacerdotes, que a su vez apoyaban o destituían a los gobernantes de las tribus. Y apareció entre ellos el Extraño, de piel pálida y velluda, cuyas palabras eran difíciles de entender, mas los sorprendía con sus milagros. Curaba enfermos y resucitaba muertos, se comportaba de manera afectuosa. Un extraño hombre que tanto se parecía a los Antiguos y que tanta desconfianza estaba empezando a generar entre los sacerdotes y los gobernantes por la cantidad de adeptos que se unían a su causa. Al mismo tiempo apareció el Extranjero, cuya influencia en los poderosos aumentaba a medida que les iba revelando secretos e historias de los Antiguos, especialmente de un libro con un extraño signo en la solapa. Los poderosos no sabían leer, pero el Extranjero les fue revelando de a poco lo que el libro contaba. Les hizo jurar primero que no dirían nada de los que les


estaba hablando y les contó que el Extraño ya era conocido por los Antiguos y que había una manera en que podrían lograr que el planeta volviera a ser como era antes de la Gran Explosión, que precisamente para ello habían venido el Extraño y él mismo, justo en ese momento. Les pidió que los acompañara a una de las ruinas de los Antiguos y dentro de los restos de una iglesia les enseñó la figura del Crucificado. Les dijo que ese hombre había muerto en la cruz para salvar a la humanidad y lavarla de sus pecados con el derramamiento de su sangre. Que primero había predicado la palabra de Dios y les había prometido el Reino de los Cielos y que tuvo que ser sacrificado para que Dios perdonara a la humanidad. Que ahora había vuelto y que de seguro Dios los perdonaría a todos y volvería a transformar a la tierra en un Paraíso si lo sacrificaban de nuevo, en la cruz, como la primera vez. Les dijo que para que la profecía pudiera cumplirse, el Extraño no podría saber que él les había revelado su historia y que deberían dejarlo por un tiempo más compartiendo con la tribu hasta que llegara el momento preciso en que el holocausto se repitiera, que no escucharan sus súplicas llegado el momento, porque al fin y al cabo el miedo lo invadiría como a cualquier otra persona. Les ordenó llamar de uno a uno a los integrantes de la tribu, hacerles prometer bajo juramento que nada revelarían al Extraño y que se prepararan para amarlo de tal forma que su muerte los redimiría a todos tal y como fue prometido. El Extraño sabía que para que su nueva misión pudiese cumplirse tendría que combatir con el Extranjero. Lo presentía y lo sabía cerca, aunque se ocultara de él. Lo que no sabía era de la influencia directa que en esta oportunidad el Extranjero estaba ejerciendo sobre la gente. El combate tendría lugar y una vez que el Extranjero fuese derrotado, el Reino de los Cielos podría ser instaurado sobre la tierra con el Extraño como Rey de Reyes, pues así estaba escrito en el libro de las Revelaciones. La tribu, que nada sabía de profecías y de segundas venidas, entendió el sentido del sacrificio para aliviar sus penurias. Cuando el Extraño menos se los esperó, lo rodearon en un abrazo amoroso y mortal y, a pesar de que se debatía y gritaba, lo crucificaron fuera del pueblo, en lo más hondo del desierto. De nada valió que Jesucristo les rogara,


que les explicara que el Extranjero era el Anticristo y que, si lo mataban, el infierno se instauraría de una vez y para siempre. Se apuraron a amarrarlo fuertemente a la cruz pese a sus súplicas. Lo besaban y acariciaban entre tanto, agradeciéndoles todos los milagros que había hecho por ellos y procuraron retirarse al ocaso, justo antes de que anocheciera. Jesús quedó gimiendo pese a que no estaba herido, pero cuando vio que los escorpiones gigantes empezaban a acercarse, comenzó a aullar.

Lo que hay frente a mí Antonio Arjona Huelgas México Frente a mí, el campo inerte se extendía hasta donde alcanzaba la vista y más allá, sin nunca encontrar un final, pues ahora todo era así, desolado. No pensaba encontrar algo más en varios kilómetros a la redonda, ni yerba ni hojas ni el atisbo de vida. Si acaso veía una cucaracha me sentiría dichoso, tendría algo que comer. Moría de hambre. En mi cantimplora llevaba la mezcla que mi abuelo me había enseñado a fabricar, de sabor espeso, amargo. Cuando la empecé a tomar me parecía vomitiva, pero hidrataba como ningún otro líquido, los cuales de por sí eran escasos. Cuando no puedes encontrar agua en cientos o miles de millas, y el mundo entero es así, debes aprovechar lo que tienes al máximo. Por desgracia, mi abuelo nunca llegó a ver en qué resultaría su invento ni las condiciones en las que se usaría: murió cuando todo esto apenas se estaba cultivando. Nunca vio el final. La tierra crujía a cada uno de mis pasos, con un sonido seco, desagradable, a veces débil. Debía tener cuidado: había puntos en que el piso podía hundirse, dejándome atrapado. La tierra se había convertido en un lugar peligroso. Tenía prisa por encontrar algún refugio. Una nube química se veía a lo lejos. Aún así, constante tras de mis pasos. No tardaría mucho antes de estar sobre mí. Era importante calcular cuánto tiempo podría mantenerme corriendo, pues reservar mi energía era imprescindible, ya que la comida era


en extremo escasa, ya no sólo el líquido. Los relámpagos se veían a lo lejos, amenazantes. Era probable que los restos de algún combustible se hubiesen regado, así la tormenta provocaría incendios que no terminarían. De haber algo vivo en estas tierras, ya no lo habría al terminar, incluyéndome si acaso no encontraba dónde ocultarme. Me preguntaba si en algún momento encontraría un lugar dónde pudiera quitarme la máscara de gas: comenzaba a cansarme de traerla apretándome el rostro a cada momento. Tras un rato de caminata, con la amenaza casi sobre mí, pude encontrar un refugio: se trataba de una construcción en ruinas, que conservaba casi intacto uno de sus cuartos del ala oeste. Noté la clase de edificio que se hallaba frente a mí, ya que al final, cuando todo sobrevino, hubo quienes trataron de protegerse de la catástrofe: búnkeres, paredes recubiertas de plomo, acero y concreto sólido, almacenes con comida, medicamentos y vacunas, cuartos herméticos, entre otros tantos medios de defensa. Este, en particular, era un cuarto recubierto por materiales protectores: lo justo para estar a salvo. Me apuré en resguardarme, la nube no estaba demasiado lejos. Entré, cerré la puerta tras de mí y encendí mi linterna. No temía que hubiera algo o alguien peligroso adentro, ya nada seguía con vida. Me pregunté si acaso era el último humano en la Tierra. Quizás en lugares lejanos, en otros continentes, o inclusive en este mismo, podía haber alguien en una situación como la mía, incluso un grupo, aun si la posibilidad era mínima. Después de todo, el hecho de que me mantuviera con vida resultaba casi imposible. Había pensado vivir en las montañas, pero encontrar comida no parecía factible; de por sí donde me movía apenas podía llegar a encontrar restos enlatados o en frascos que, de alguna forma, no habían sido invadidos por hongos o bacterias. Además, podía hallar materiales para producir la mezcla del abuelo, o incluso insectos, una comida bastante sustanciosa. Por suerte, pareciera que, en alguna parte, alguna presencia parecía haberme escuchado, y frente a mí se movía una pequeña criatura peluda de cuatro patas y una pequeña cola: era el primer mamífero que veía en años, uno asociado con las plagas, uno que probablemente hubiese tenido un papel en la extinción humana. Fuera de los insectos, se trataba de la primera forma de vida que veía. Quizás era el último ejemplar de


su especie, o inclusive de todo su género. Vi con atención al curioso roedor, triste, famélico, buscando algún bicho o cualquier cosa de la cual alimentarse, casi me recordaba a mí en esa situación. Pensé por un momento que ella y yo éramos los últimos mamíferos en la Tierra. No tenía la certeza, pero era muy probable. Su final me parecía una lástima. No, más bien una verdadera desgracia: si yo no sobrevivía, entonces los mamíferos habríamos dejado de existir. Era casi seguro. No dejó mi mente ese espantoso final. Por más que me doliera, no pude permitir a la rata escapar. Tardé muy poco en atravesarla con mi cuchillo, para después cocinarla. Creo que fue lo más magro y rico que había comido en mucho tiempo. De verdad me esforcé mucho para darle un buen sabor y valió la pena: de verdad la disfruté. Era triste ese final para el último espécimen de una especie. No obstante, sirvió para mantenerme con vida, aunque era probable que mi final sería aun peor, aun más trágico. Conmigo se habría acabado un género entero de los vertebrados. El término de otra especie, la que había dominado el planeta; un éxito en cuanto a ambición, un fracaso biológico, pues el tiempo de vida del ser humano en el planeta había sido en extremo corto en comparación con el de otras especies. No conforme, destruimos a varias especies mucho más exitosas que la nuestra, siendo víctimas y partícipes de nuestros actos aberrantes. Creo que hasta el final actué como un humano. Salí en cuanto terminó la tormenta, satisfecho y triste, con la máscara de gas ajustada, todavía pensando en la rata. Me preguntaba si en alguna parte quedaba algo más de nosotros con vida, sabiendo en el fondo que no era así.


Los confines del mundo Ramón Fernández Ayarzagoitia México Estaba solo, debajo de un solitario haz de luz que iluminaba un círculo perfecto bajo sus pies. Tuvo la sensación de que era el solista en una obra de teatro, presentando el monólogo inicial frente a la oscuridad. El problema es que todo era oscuridad. No es simplemente que lo demás estuviera oscuro: todo lo demás era oscuro. Nada más existía. No sabía qué pasaría si diera un paso fuera de su pequeño pedazo de tierra conocida. ¿Caería al vacío? ¿Se iluminaría el siguiente trayecto de camino? ¿Dejaría de existir, así como todo lo demás dejó de existir? Pensó entonces en agacharse, tentar el suelo, probar los límites de su propio encierro. Se imaginó dentro de una jaula en un vasto mundo de oscuridad. Allá afuera (¿había un “afuera”?) existía todo lo que él se imaginaba, y al mismo tiempo nada. Un vació al que él ya no se podía enfrentar, una entidad indefinible porque no existía en sí. Reflexionó que esto último no podía ser cierto: ¿qué era un espacio oscuro, sino algo que él podía definir? No podía estarse enfrentando al vacío. Eso, sus clases de filosofía le enseñaron, no se podía definir y, por antítesis, no existía. Existe lo oscuro, por ende, no está vacío: está oscuro. Todo esto para reiterar que estaba profundamente aterrado de qué pasaría si atravesara ese pequeño espacio de luz entre la oscuridad. Se quedó parado, dentro de los confines del mundo conocido, perfectamente reconfortado por el hecho de que esto existía. Su pequeño pedazo de suelo, su haz de luz, su cuerpo. Estos eran los únicos elementos del mundo conocido. Lo único que, para él, existía. Ya no percibía el tiempo, así que este no existía o no existió. Ya no tenía hambre, así que eso tampoco existía o nunca existió o se quedó en lo que había engullido la oscuridad. Le quedaba meramente el recuerdo de estos conceptos, el recuerdo de una vida que ahora no era o dejó de ser. No había un paso que dar, porque no había, hasta donde él sabía, hacia dónde darlo. Siguió parado, reconfortado


por el hecho de que era lo único que podía hacer. Todo lo que le hizo daño antes ya no existía. La oscuridad se había encargado de eso. Por un pequeño, dulce momento, sintió toda la paz del mundo. Pero seguía estando solo. Esto era una realidad. Seguía sintiendo tierra bajo sus uñas y un ligero sabor a sangre en su garganta. Seguía sintiendo el peso de la gravedad, que lo mantenía con los dos pies firmes en el suelo. Seguía sabiendo que pensaba, aunque no sabría cómo explicar cómo es que sabía eso. Sabía que tenía miedo, sentía ese impulso ansioso que siempre le llegaba por detrás de la espalda, como un asaltante susurrándote desde la nuca. También sabía que estaba triste, extremadamente triste, por algo que se había quedado la oscuridad. Poco a poco, comenzó a sentir hambre otra vez y, por lo tanto, reflexionó en cuánto tiempo llevaba sin comer; el tiempo existió otra vez. En los confines de su mundo ya existía el hambre, el tiempo y el cansancio. Su ansiedad aumentaba y de pronto pensó que no había manera alguna de que pudiera mantenerse aquí, solo, parado, solo, frente a una oscuridad infinita. Solo. Sintió entonces todo el vértigo del mundo, su mundo, porque sabía qué tenía que hacer. Dio un paso.

Herbert Wells, el eterno soñador Israel Montalvo México Herbert vivía sus días atrapado en una repetición constante, lo único que lo mantenía cuerdo era la espera del anochecer, donde dejaría las funciones a las que fue programado cuando tenía un amo a que servir. La casa se estaba cayendo a pedazos, por más que se esforzara en reparaciones y mantenerla inmaculada el transcurrir del tiempo seguía su curso. Hace tanto que la vida se había extinguido a su alrededor. Herbert no entendía cómo es que su amo había cerrado los ojos para nunca volver a abrirlos. Vio cómo gradualmente


se iba descomponiendo hasta quedar reducido a una pila de huesos. Las limitaciones de su programación le negaban el entendimiento de lo que se desarrollaba ante sus ojos, pero aun así podía sentir el hartazgo de la monótona rutina que lo limitaba a esa casa que lo apresaba y estaba convirtiéndose en escombros. Añoraba la llegada del anochecer, el momento en que, como su programación indicaba, debía desconectarse hasta el alba donde reiniciaría su jornada. No necesitaba ese descanso, pero él era un reflejo de su creador, tanto en su fisionomía humanoide como en el intento de reproducir los hábitos de los hombres. No podía cuestionar su comportamiento, sólo proseguir con la programación. Durante décadas había proseguido el proceso de desconexión precedido de un litro de Zoma, un aditivo que se inyectaba por un resquicio del cuello, el cual mejoraba sus funciones motoras, aunque, con el transcurrir de los años, había afectado su sistema informático mientras estaba desconectado de esa realidad. Esa alteración le dio la posibilidad de soñar y, así, poder ser humano. Herbert ya no era una máquina. Muchas veces era alguien más y tenía tantos nombres y vivía siempre al límite, como cuando naufragó por el océano y terminó en una isla sin nombre con un médico que jugaba a ser Dios, o esa vez que tuvo que confrontar la amenaza venida de Marte desde un meteoro. Sabía que ahí estaba la explicación de lo que había pasado con la vida, pero no pudo descifrarla antes de reiniciar el sistema. Una noche fue una mujer que se revelaba ante su padre y otra, había creado la forma de moverse por el tiempo. Viajó años antes de su época, donde los hombres eran ganado de una subespecie que vivía bajo tierra. Después fue a su tiempo y se encontró con aquello que era mientras estaba en funcionamiento: parecía un cascarón hueco y vació llevando acabo sus funciones cotidianas como si fuese una coreografía que realizara sin un público cautivo. Esa noche deseó ser como todos los hombres y poseer la bendición de la muerte. El sistema se reinició con los primeros rayos de sol. Había un eco surcando por su disco duro. Una sensación se escapó por su sistema como un virus, una emulación de la desesperación, al percatarse de que el Zoma pronto acabaría: sólo había tres ampolletas


en la gaveta de almacenamiento. El virus simulaba la ansiedad de un adicto. Hizo cientos de cálculos tratando de encontrar una solución matemática al problema, pero la ansiedad seguía presente, y es que, muy en el fondo, en algún lugar más allá de su programación sabía que esa existencia no era nada sin la posibilidad de ser humano, aunque fuera sólo por una noche.

La vida es algo más que sobrevivir Júlia Vázquez España No se sabe cuándo ni cómo pasó, pero “ellos” aparecieron. Quizá siempre estuvieron entre nosotros, acechando en la oscuridad a la espera de una oportunidad, o quizá fuera el resultado de una caprichosa evolución de la naturaleza. Nadie lo sabe. Lo que sí es cierto es que, tras su aparición, el mundo cambió para siempre. Las noches se volvieron infiernos y los días, una angustiosa carrera en busca de comida y un lugar dónde cobijarse. No existía un mañana, el mundo se reducía a sobrevivir y el futuro no solía ir más allá de las siguientes 24 horas. Aquel que soñara en un mañana mejor era un iluso que terminaba muerto. Se hacían llamar Bonturi y su aspecto humanoide de piel oscura azulada les permitía camuflarse por la noche. Eran ágiles y fuertes y estaban especialmente adaptados para nadar y respirar bajo el agua, aunque también podían correr y respirar en el exterior. Por ello, al poco tiempo de su aparición se corrió el rumor de que su existencia se remontaba a los dinosaurios, una especie humanoide que había tenido que recluirse a vivir a la profundidad de los océanos tras la caída del meteorito que terminó con su extinción. Esa era la única explicación plausible para justificar su único punto débil: sus ojos. Tanto tiempo viviendo a oscuras había provocado que fueran especialmente sensibles a la luz solar y, por ese motivo, era muy extraño verlos durante el día. Al principio hubo solidaridad, todo el mundo ayudaba a protegerse. Pasado un tiempo,


el poder de los Bonturi aumentó, la solidaridad se perdió y la verdadera naturaleza humana afloró. Se construyeron refugios en edificios públicos. Cocinas las llamaron, por el inmenso calor que hacía siempre dentro. Pasábamos las noches encerrados escuchando cómo los menos afortunados caían en sus sanguinarias fauces. Al poco tiempo los gobiernos fueron corrompidos y las Cocinas pasaron a controlarse por milicias locales sin escrúpulos. Sólo aquellos que podían pagar podían protegerse. Los recursos empezaron a escasear, el dinero era papel mojado. Sólo las cosas tenían valor y el coste de poder descansar en una Cocina empezó a duplicarse. Primero cada mes, después cada semana y finalmente el precio aumentaba cada noche. La supervivencia se convirtió en la nueva burbuja inmobiliaria. Los Bonturi eran seres sanguinarios. Su agresividad y su poca compasión mermó nuestra población en pocos meses. Éramos carne de presa y nos cazaban sin piedad, incluso crearon granjas donde los pobres desgraciados que no habían muerto en sus fatídicas cacerías vivían hacinados en espera de ser sacrificados, despedazados y empaquetados para su distribución como alimento humano procesado. Finalmente llegó El Gran Pacto y algo parecido a un equilibrio se estableció. Nos necesitaban para subsistir y estaban aniquilando a la especie, así que unas pocas élites elegidas a dedo controlarían a la población para asegurar su banco de alimentos. Cualquier delito por insignificante que fuera seria castigado con la reclusión en las Granjas, con lo que eso conllevaba, y una vez al año deberían sacrificar algunas jóvenes almas para un importante rito de iniciación. Y así es desde hace tantos años que ya he perdido la cuenta. Cuando todo empezó yo era tan pequeña que no recuerdo un mundo sin ellos. Sólo sé que desde que mi memoria alcanza celebramos La Primavera del Sacrificio, coincidiendo con la propia estación. Una preciosa ceremonia repleta de margaritas como símbolo de inocencia y pureza que rememoraban aquel Gran Pacto. Un día en el que diez jóvenes de dieciocho años recién cumplidos, entre los que ahora mismo me incluyo, son elegidos para ser cazados sin compasión por los Bonturi como rito de iniciación a su madurez.


Nuestro peor día del año, nuestro infierno personal. Le tememos desde que tenemos uso de razón. Se nos adiestra y enseña a luchar para ser dignos adversarios, no porque tengamos posibilidad de ganar, más bien para que podamos oponer un poco de resistencia y los jóvenes Bonturi puedan dar rienda suelta a sus instintos más primarios cazándonos, torturándonos y asesinándonos de la forma más cruel que pase por su mente. Es nuestra obligación alargar el juego, soportando la tortura para que no se aburran. La última vez que los sacrificados se entregaron aceptando su destino sin resistencia otros diez humanos fueron cazados como represalia. Mi abuela decía que “la vida es algo más que sobrevivir”, pero no pensaría igual si le hubiera tocada vivir en este nuevo mundo. Algunos dicen que es un precio muy pequeño a cambio de la supervivencia de la especie humana. Claro que ellos ya han pasado la edad para poder ser elegidos. Las percepciones cambian cuando no hay que lidiar con la posibilidad de un futuro condenado a un sacrificio lento y doloroso por el bien de otros. ¿Quién puede lidiar con eso? ¿Quién puede evitar el propio egoísmo cuando se trata de sobrevivir? ¿Cómo van a cambiar las cosas si nadie se rebela? ¿Por qué debemos aceptar un destino tan cruel sin luchar? Aquello que tanto temía ha pasado: estoy entre los elegidos este año. ¿Qué debo hacer? Soy la mejor guerrera entre los míos… ¿y para qué? ¿Acepto mi destino y dejo que acaben conmigo proporcionándoles un poco de juego o intento por todos mis medios sobrevivir matando a los jóvenes Bonturi que intenten cazarme? Eso nunca ha pasado, nunca nadie se ha rebelado, lo prohíben nuestras normas. Las represalias podrían ser desastrosas, pero si queremos cambiar nuestro futuro hay que arriesgarse e intentarlo. Deseadme suerte, sólo yo puedo tratar de cambiar mi destino. Quizás así el resto de los humanos piense que todavía existe esperanza y se alce en lucha contra los Bonturi. Como decía mi abuela: “la vida es algo más que sobrevivir”. Para ello nuestro futuro debe cambiar. La rebelión ha empezado.


La fiesta del fin del mundo Antolín Hernández México En el infierno nadie te escucha gritar. Eso es lo que muchos expertos han proclamado a lo largo de los años después de extensas investigaciones, entrevistas a personas que han regresado de la muerte y uno que otro cura que afirma haber visto la entrada al infierno al asomarse por su lavabo. Por supuesto esta frase es completamente falsa: nadie ha dicho eso porque lo acabo de inventar, pero sí puedo asegurar que todo lo que se escucha en el infierno son gritos escalofriantes, quejidos y sollozos, groserías incesantes y ruegos... muchos ruegos. Pero este día en particular es diferente, desde aquí arriba puedo distinguir con mis sentidos angelicales que el infierno está en silencio completo, puedo escuchar los ríos de lava correr con la calma más absoluta del mundo, escucho los crujidos de las máquinas de tortura y una que otra carraspera de los habitantes que ya no están siendo castigados. No necesitan saber quién soy, sólo basta que conozcan mis órdenes: monitorear toda actividad en todos los planos, pasar reportes y nunca actuar a favor ni en contra sino ofrecer oraciones para que los participantes tomen la mejor decisión. Eso es lo que viene escrito en el manual que nos dan a todos al ser creados y eso es lo que debemos seguir al pie de la letra si no queremos tomar unas vacaciones forzadas en el limbo. Quiero dejar en claro algo: yo nunca he creído que la falta de acción sea lo que realmente necesitamos. He aprendido a amar a la humanidad y a aceptar sus defectos; sobre todo, adoro su alegría y cómo siempre inventan excusas para celebrar cualquier ocasión. Aunque eso mismo ayudó en buena parte a que llegara su “condena eterna”. Regresando al infierno, algo me llama la atención: de repente, unas campanas rompen el silencio con su repicar. El sonido es estruendoso, seguido de una alarma muy parecida a las que avisan cuando ocurre un bombardeo cercano. Inmediatamente suene un tono musical... Es la canción “Celebration” de Kool & the Gang (¡amo esa canción!) acompañada


de gritos incesantes, pero esta vez festejando el gran evento que todos habían esperado: ¡La pelea final entre el cielo y el infierno! Y vaya que es motivo para celebrar allá abajo, el Apocalipsis había llegado. El infierno ya llevaba una enorme delantera después de que en la Tierra por fin se había manifestado el anticristo a través del mejor conducto que pudo existir: la intolerancia hacia el prójimo por medio de las redes sociales, políticos corruptos y fanáticos religiosos que dominan a las masas, personas jugando el papel de troll y otras tantas haciéndose las víctimas hundidas en su autocompasión y uno que otro filósofo proclamando que tenía la verdad absoluta. Todo esto fue tan normal y paulatino que el creador ni cuenta se dio. El éxtasis en el infierno es total. ¡Vaya que saben divertirse! Grandes orgías se realizaban con ayuda de aparatos indescriptibles que brindaban placer hasta al más renuente, demonios tocando instrumentos creados a partir de seres humanos llevaban un ritmo sin paralelo, bebidas espirituosas inexistentes y drogas psicodélicas llevaban al desenfreno mientras el ejército demoníaco se preparaba para salir y pelear por la Tierra en una batalla que estaban dispuestos a ganar. Todos excelentemente organizados y ataviados con las más resistentes armaduras, llevando las mejores espadas, escudos, lanzas y armas de fuego que pudieran haberse creado. Por supuesto, todo esto no pasó inadvertido en el mundo: vientos de hasta 100 kilómetros por hora azotaban las costas, terremotos intermitentes de 7 grados estremecían las poblaciones al ritmo de la música, locura en los pobladores, asesinatos por doquier y miedo incesante; lluvia de batracios, edificios cobrando vida, perros rabiosos corriendo por doquier y uno que otro gato contemplando lo acontecido con serenidad absoluta. También, criaturas imposibles reunían grupos de personas y brindaban instrucciones para entrar al infierno por medio de portales que aparecían de la nada: “Por favor, todos vayan en una sola fila, tómense de las manos y les pedimos que no traten de tocar a los peces tropicales que aparecen de repente, no son lo que aparentan”, mientras amenazaban que quien se resistiera perdía la oportunidad de obtener un pase VIP al lounge. Todo esto iluminado por un cielo tan rojo que imposibilitaba ver el sol, nubes o estrellas.


En el cielo los coros celestiales no cesan, los ángeles vuelan de un lado a otro confundidos y asustados, debilitados por la falta de fe hacia ellos que se vive en la Tierra. Ninguno esperaba este momento tan pronto, sólo saben que ahora deben pasar a la acción y la falta de visión de la Gran Entidad hacia el futuro mezclada con una enorme ingenuidad y compasión ocasionaba que en este plano todo fuera un caos total. Todo esto lo sé, lo estoy viviendo mientras me pongo mi armadura celestial y me preparo para la batalla. Lo veo y hasta cierto punto siento envidia: el enemigo está mejor preparado que nosotros y no estoy seguro que podamos vencerlo. Este no es sólo el fin del mundo, puede ser el fin de toda la existencia en el universo... ¡Que Dios nos ayude! La humanidad está siendo absorbida por la competencia sin siquiera usar violencia. Todos quieren entrar a la fiesta y ya veo que varios de ellos van hasta cargando con algunos cartones de cerveza y algo de estupefacientes. A todos les ofrecen lo que más deseaban en vida. ¡Es increíble que prefieran ir al infierno! Al mismo tiempo es comprensible: todos queremos pasar un buen rato. En el cielo veo y siento cómo algunos de mis compañeros desean estar ahí abajo. ¡En este momento están organizando body shots! Y nosotros tratamos de contrarrestar ofreciendo misas de menos de dos horas y confesiones al 2x1. Creo que debo pedir por el perdón eterno, porque después de monitorearlos estoy a punto de unirme a la gran fiesta. Al menos ahí hay baile, alcohol y comida. Cualquiera de nosotros llegaría a esa conclusión. Después de todo, es el fin del mundo y ya no hay nada que perder.


La última eclosión Lehna Valduciel Venezuela - España Las palabras de mi mentor seguían resonando en mi cabeza. A pesar de que el consejo se había tomado la libertad de liberarlo de sus obligaciones para conmigo, continuábamos encontrándonos, como cada día, en la antesala de mis aposentos. Verle morir entre mis brazos había sido un golpe muy duro de asumir. La culpa por su muerte me acompañaría hasta el final de mi existencia. Tener la certeza de que alguien me quería muerto no hizo sino acicatear mi propósito: cumplir la última voluntad de Gerard. Tras apertrecharme como correspondía a un ciudadano de mi rango, me dirigí al despacho de la Alianza. Atravesé cada control de seguridad hasta que por fin me vi en mi destino. Me coloqué en el sillón y pulsé en el teclado digital la clave que me había susurrado Gerard segundos antes de exhalar su último aliento. El holograma de mi mentor me dio la bienvenida al materializarse frente a mí. Se me formó un nudo en la garganta producto de la tristeza y la culpa, pero respiré profundo y me sobrepuse. No había tiempo para gilipolleces sentimentales. Su voz, grave y profunda, me advirtió que una vez me adentrase en el campus virtual no habría marcha atrás. Asentí, pues sabía que era imperativo acceder a la información que se me había estado ocultando, a pesar de haber sido escogido por el consejo como el próximo líder de la alianza entre Carcax y Progrex. Respiré profundo y tragué para poder controlar el nudo que se iba formando en mis entrañas al ver aquellas imágenes. Tomas aéreas mostraban el verdadero estado de la Tierra luego del cataclismo ocurrido en 2050. Comprobar con mis propios ojos aquella devastación empezaba a mermar mis fuerzas; pero lo peor estaba todavía por venir. Ante mis ojos una gran cantidad de datos comenzaba a pasar con rapidez y entonces lo comprendí: nos habían estado engañando por casi un siglo. En realidad, no se estaba haciendo nada por revertir los daños, tampoco era cierto que estábamos repoblando la


tierra. Todo lo contrario: se había estado ejecutando un programa de selectividad tan severo que todo aquel que no cumpliese con determinados requisitos biológicos era exterminado, esterilizado o desterrado. Era indispensable no malgastar los pocos recursos naturales y artificiales con los que habíamos estado sobreviviendo hasta el momento. La falsa igualdad que la alianza pretendía vender sólo había sido una pantomima. En realidad, no teníamos derechos ni libertades; no éramos ciudadanos iguales ante la ley, ni podíamos tomar nuestras propias decisiones. No estábamos intentando recuperar el planeta, sólo nos habíamos asegurado la supervivencia al precio que fuese, incluso si eso contemplaba vidas humanas. No éramos una nueva nación, ni la representación de la evolución del ser humano. Sacrificábamos a nuestra propia especie, sobre todo a aquella que no estuviese dispuesta a acatar las directrices de la alianza sin oponer resistencia. Di un respingo ante aquella palabra. Un fuerte dolor de cabeza se me había alojado en la base del cráneo, anulando por segundos mis sentidos. Casi entré en pánico al verme a oscuras sin poder percibir nada a mi alrededor. La voz de Gerard me reconfortó. Seguí sus instrucciones y en segundos logré recobrar mi percepción. Las imágenes que se sucedían ante mí no necesitaban palabras, ni adjetivos: la verdad estaba ocurriendo ante mí. Los renegados existían y los rumores que tanto se habían esforzado por acallar cobraban vida. Ahora comprendía por qué Richard y los otros no habían regresado nunca. Cerré los ojos un instante y negué con la cabeza. No quería dar crédito a tanta crueldad. Con qué facilidad se nos engañó haciendo pasar como reconocimiento y honor lo que sólo podía representar una pena de muerte encubierta, tan sólo por el hecho de disentir, de ser diferente; de no querer formar parte de una mente colectiva con pensamiento único; por no querer olvidar el pasado. Respiré profundo y negué con la cabeza a la propuesta de abandonar el campus virtual. Tenía que ver cada imagen, cada vida extinguida, cada promesa de la alianza incumplida; ese sería de ahora en adelante el motor que impulsara mi nuevo propósito Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y me esforcé para recomponerme; más


que nunca tenía que ser fuerte, sobre todo si pretendía darle una oportunidad a la Tierra y a la especie humana. Tal como estaba programado, el campus se autodestruyó sin dejar rastro alguno una vez se reprodujeron todos los ficheros almacenados en el repositorio. Gerard sabía bien lo que hacía. Ahora todo lo llevaría grabado a fuego y terror en el laberinto de mi memoria. Por fortuna no fue lo único que se autodestruyó. Revisé de forma minuciosa toda la información que ahora formaría parte de mí y apreté los dientes esperando la característica disonancia, pero nunca llegó. Luego de respirar profundo un par de veces, utilicé mi comunicador y establecí contacto. Hora y media después me encontraba en el salón del consejo asumiendo mi puesto como el nuevo líder de la alianza. Entre tanto, bajo tierra, los renegados permanecían expectantes ante el discurso que estaba siendo transmitido en ambas estaciones continentales. —¿De verdad confías en él? —Richard apoyó una mano en el hombro de su interlocutor. —Confío, y tú también deberías confiar. Ambos se giraron hacia la gran pantalla al escuchar el final del discurso. —No os defraudaré. Honraré el compromiso que me habéis otorgado. Tiempos de cambio vendrán para quedarse y el futuro será tal y como lo habéis imaginado. Richard y su interlocutor sonrieron comprendiendo el verdadero significado de aquellas palabras: la última eclosión acababa de comenzar y esta vez, sería definitiva.


Nuragas Mariángeles Abelli Bonardi Argentina “Erigidas en épocas prehistóricas, se sabe que pudieron existir más de treinta mil y que se convirtieron en el símbolo de Cerdeña. El uso de estas construcciones megalíticas nunca se determinó: ¿templos religiosos, alojamientos cotidianos, fortalezas militares o una combinación de todos ellos? Con forma de cono truncado, no tenían cimientos y sólo el peso de las piedras que las formaban las sostenía…” Sostengo mi peso en las plantas de los pies: enfrente, tan marrón como la piedra vertical donde toma el sol, la lagartija cree pasar inadvertida. Apenas segundos la separan de mi mano, de la bolsa que llevo en bandolera, de las otras presas en la bolsa, del frasco con luciérnagas vivas que habrán de iluminar la noche y del pedernal que habrá de encender el fuego allí, en el new-raga, nuestro nuraga post-cataclismo, heraldo de lúgubres paisajes y de estos tiempos peores que, habiéndonos destruido, nos están construyendo, gota sobre gota, huella sobre huella, piedra sobre piedra…


Estrellas alineadas Miguel Lupián México Lenta e inexorablemente, las estrellas y el planeta se alinearon. Encontró la invocación en una extraña y

Encontró la invocación en un libro viejo

decadente página de internet.

en la cabaña del abuelo.

He atravesado el umbral del tiempo para decirte que te pertenezco, murmuró. Apagó la computadora y salió por la

Apagó las velas y salió rumbo al bosque.

ventana rumbo a la azotea. La bóveda celeste se abrió, mostrando sus afilados y amarillentos colmillos. Miles de tentáculos, rebosantes de limo, se

Miles de pequeñas piedras, cambiantes e

cernieron sobre él.

iridiscentes, agujerearon su cuerpo.

Lenta e inexorablemente, las estrellas y el planeta se extinguieron.


Autómatas Dirección Miguel Lupián

Selección Mariana Esquivel

Ramón Fernández

Ana Paula Flores

Miguel Lupián

Adrián “Pok” Manero

Edna Montes

Antolín Hernández

Aglaia Berlutti

Formación y diseño Mariano F. Wlathe

Arte Kiskalus

Contacto Penumbria.mx Facebook.com/Penumbria @RPenumbria revistapenumbria@gmail.com



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